Luis Suárez

Un cincuentenario

La Razón
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Se ha cumplido, hace pocos días, medio siglo desde aquel en que se cerraban las puertas del Concilio Vaticano II, uno de los acontecimientos más importantes en la Historia de la Iglesia. Es lógico que en un mundo inclinado decisivamente hacia el laicismo aconfesional, se haya hecho escasa referencia al mismo. Y sin embargo aparece con plena evidencia un hecho: desde entonces el Romano Pontífice ha dejado de ser esa cabeza instalada en las aulas vaticanas para convertirse en autoridad mundial a quien se escucha y honra en los más extremos rincones del orbe. El Concilio había puesto su atención en ese principio esencial: la Cristiandad está para servir y no para ser servida. Y añadía con la declaración Nostra Aetate que en las raíces de las tres religiones monoteístas, que invocan el nombre de Abraham, existen coincidencias que deben permitir la creación de ese nuevo humanismo que reconoce en el ser humano la calidad de persona y no la de simple individuo. Y así se ensayaron las novedades: es fácil ahora ver al Papa o a los obispos en pleno diálogo con los dirigentes judíos o musulmanes. Todo esto es positivo.

Pero al mismo tiempo se daba un toque de atención que en nuestros días es necesario escuchar. En muchas ocasiones y en las tres religiones se ha producido la inversión que pretende hacer de ellas un fundamento político. Y en estos casos la dureza del poder aparece revestida de modos y maneras que invocan el nombre de Dios y olvidan ese punto de coincidencia entre Biblia, Evangelio y Corán que nos dicen que Dios es «clemente y misericordioso». En varias ocasiones, investigando sobre la Inquisición, me he dicho a mí mismo: fue algo más grave que una dureza justicial; fue un error. Y ahora, cada día, recorriendo las páginas de los periódicos vuelvo a percibir que estamos repitiendo una vez más el error. Odio es precisamente lo que se descubre. Los políticos en su propaganda hacen escasa referencia a lo que debe hacerse y ponen el acento en la liquidación o alejamiento del enemigo. Podemos entender muy bien las razones que han movido a Francisco I a dedicar este medio centenario a la Misericordia.

El islam es la principal víctima de este cambio de situación. Lentamente y dejándose ganar por los aspectos positivos –que nunca faltaban– la sociedad y la política de los países musulmanes se estaba acomodando a los principios del humanismo. Espectadores y poco protagonistas en la Segunda Guerra Mundial habían alcanzado un grado de madurez que recordaba el que ya lograran los Omeyas en al-Ándalus en el siglo X de la Era Común. Y de este modo se tomó la decisión en 1959 de acabar con el régimen colonial para que cada territorio pudiera organizarse a sí mismo. Los nuevos Estados coincidían en afirmar que ellos no necesitaban Constituciones fabricadas por los hombres porque estaba por encima de todo estaba la Ley de Dios. Curiosa coincidencia. Ni Inglaterra ni Israel poseen Constitución porque la juzgan innecesaria.

Pero entonces, como ya sucediera en ocasiones anteriores, se produjo dentro de la sociedad islámica un giro hacia la siniestralidad presentando a la cultura occidental agnóstica como un gran daño del que debían apartarse en primer término sus propios gobernantes haciendo posible el abatimiento de ese mal que nosotros, los occidentales, significamos. Es significativo que los yihadistas de Siria e Iraq invoquen el título de califa y lo asocien al nombre de al-Ándalus como si pretendieran volver a los tiempos anteriores a Las Navas. En Kabul el terrorismo ha asaltado significativamente la embajada española, en París estaba previsto completar el ataque sobre instalaciones judías, y los terroristas detenidos en Barcelona estudiaban cuidadosamente un plan para destruir sinagogas e iglesias cristianas al mismo tiempo. El yihadismo rechaza como un mal ese diálogo que el Concilio había recomendado. Pero lo más importante es que invoca el nombre de Allah como apoyo y justificación a la violencia dando al olvido el principio doctrinal de que es clemente y misericordioso. Estamos viviendo una tercera guerra mundial de carácter muy singular y de la que únicamente pueden salir vencidos. El terrorismo no busca el enfrentamiento con ejércitos enemigos sino únicamente la destrucción de una sociedad buscando entre los inocentes las víctimas de este nueva epidemia. Resulta por ello muy difícil de combatir ya que sólo se pretende despertar las altas olas del odio entre ambos bandos y conseguir que éste también llegue a predominar. No hay duda de que los gobiernos están obligados a tomar las medidas de defensa precisas frente a esta oleada de violencia pero hay que ir más allá. Y esto es lo que nos recuerda el Papa Francisco en el documento publicado para explicar las dimensiones de que debe revestirse el año santo.

Misericordia, es decir, prioridad de los sentimientos de amor al prójimo haciendo que éste se cure de sus males y vuelva a la calidad de persona como las tres religiones trataron de enseñar. La única salida de esta guerra se encuentra en conseguir que el islam realice también esa revolución interior que determina que el amor al prójimo, sentimiento profundo en el corazón, forma la esencia de la persona humana. Si no emprende esta tarea se destruirá el islam a sí mismo. Tal es la verdadera significación que hallamos expresamente en los documentos del Año Santo que es, con toda claridad, maduración completa de la revolucionaria Nostra Aetate. El islam no debe ser inducido al odio como preconizan los terroristas del Yihad con esa interpretación nueva de la guerra santa. No tienen que defender su fe; es respetada por las leyes fundamentales de todo el mundo occidental. Pero tampoco deben apartarse de sus propias raíces. La guerra puede llevarles a una destrucción interior y grave.

Las imágenes del viaje de Francisco I a África son significativas. Por encima de los martirios que sufre allí se alza una Iglesia madura. Ahí está el camino de la esperanza. Y los martirios que están sufriendo los fieles cristianos dan a la misma un valor que es como abono fecundo para esa semilla que ha conseguido convertirse en árbol.