Luis Suárez
Una carta de monseñor Pacelli
La carta –no nos engañemos– fue el primer escalón hacia una restauración de la confesionalidad de la Monarquía. A muchos esto hoy no gusta. Son precisamente los que defienden la supresión de una de las cualidades más positivas e importantes de la Historia de España
Recientemente se ha encontrado entre las montañas de papeles que constituyen los Archivos Vaticanos una carta del entonces Secretario de Estado y luego Papa recomendando a Pío XI que no se diera publicidad a la carta colectiva de los obispos españoles promovida por Gomá y Plá y Deniel, ambos catalanes, denunciando la terrible persecución religiosa que se había desatado en España y que obligaba a calcular por millares el número de mártires, algo que en nuestros días se está reconociendo en sus verdaderas dimensiones dando origen a ceremonias públicas de canonización. Para evitar incurrir en errores parece muy conveniente explicar al detalle este punto ya que nuevamente se están repitiendo algunas de aquellas lamentables circunstancias.
El cardenal Eugenio Pacelli había vivido en Alemania los confusos tiempos que desembocaran en el totalitarismo y en el engaño del concordato que Hitler firmara. Temía pues que la participación de alemanes e italianos desembocara en un mal semejante ya que los totalitarismo de diverso color aunque coincidentes en el materialismo dialéctico estaban visibles en la propaganda. Sus relaciones amistosas con el arzobispo de Tarragona Vidal y Barraquer, recientemente llegado a Roma, contribuían a fortalecer sus inclinaciones hacia la cautelosa prudencia. Vidal había conseguido salvar su vida cuando ya las milicias rojas le conducían al paredón gracias a la intervención personal del presidente de la Generalitat, Companys. Y era lógico que creyera que en el diálogo que al final los republicanos rechazaron haciendo de la supresión religiosa un asunto de Estado.
Pero estas eran precisamente las razones que movían a los autores de la Carta colectiva: demostrar que se estaba librando la batalla por esa libertad religiosa que no era exclusiva del catolicismo: ni musulmanes ni judíos fueron privados de sus prácticas religiosas en el bando de los vencedores. Al contrario: fueron muchos millares de sefarditas los que salvaron su vida por la intervención del Gobierno español en las horas sombrías del holocausto. Es necesario poner el acento en un punto concreto: la sustitución de aquel primer Directorio militar presidido por Cabanellas por el autoritarismo que se adoptó el 1 de octubre de 1936.
La Carta colectiva había parecido una necesidad imprescindible al arzobispo de Toledo porque se habían producido naturales recelos en la jerarquía francesa en un momento en que iniciaba la marcha hacia la Segunda Guerra mundial. Dos fueron los obispos que se abstuvieron, ambos en el exilio: el ya mencionado Vidal y el de Vitoria, Múgica. No les faltaban por su parte razones que deben ser también explicadas para que no demos falsas interpretaciones a estos hechos. En Cataluña se estaba produciendo una reorganización secreta de la Iglesia refugiada en domicilios particulares pero se trataba de un secreto que muchas personas conocían y que contaba con cierto grado de silencio por parte de muchos sectores encuadrados en la Generalitat. El cardenal arzobispo explicaba a Pacelli que un documento sonoro y unánime podía provocar en los sectores republicanos un endurecimiento en los rigores que barriese con la crueldad ya reconocida los pequeños grados de simple tolerancia
El problema vasco era más complejo. Múgica, que permanecía dentro del tradicionalismo, se había enfrentado ya con la República en 1931 cooperando con Segura en aquella ruptura que desobedecía las órdenes venidas de Roma. De modo que el Gobierno de Azaña había dispuesto su destierro que el Vaticano le obligó a aceptar para no empeorar las cosas. Al producirse el alzamiento militar pudo retornar recomendando desde el exilio al Gobierno de Euzkadi que no llegara a una alianza con aquel Frente Popular enemigo de Dios. Sus recomendaciones no fueron atendidas aunque los resultados fueron diferentes de los que el obispo vascongado esperaba. El Gobierno instalado en Bilbao no prohibió la religión de modo que las misas pudieron celebrarse en aquel pequeño territorio vascongado. Algunos miembros del clero se colocaron abiertamente al lado del separatismo y doce sacerdotes capturados junto a los gudaris fueron conducidos ante tribunales militares. Los dirigentes del alzamiento consintieron la ejecución de doce de ellos. Esto no evitó que más de cincuenta perecieran a manos de las milicias rojas. Los generales obedientes a Mola dispusieron nuevamente el destierro de Múgica. Ni él ni Vidal Barraquer serían autorizados a retornar por los vencedores.
Ahí estaban las razones positivas que inspiraban la mencionada carta de Pacelli a Pío XI en un momento en que se preparaba el texto de las dos encíclicas condenatorias de los totalitarismos. Pero todos estos amargos sucesos habían tenido lugar antes del 1 de octubre en que Franco asumió el poder cambiando la simple jefatura militar por un fuerte autoritarismo. Gomá pudo explicar en Roma como había celebrado una entrevista decisiva con el nuevo Jefe del Estado en que se asumieron decisiones de obediencia a la Iglesia. En adelante ningún sacerdote podría ser sometido a juicio militar ya que a los obispos podía corresponder la justicia. Para quienes resultasen inconvenientes sería suficiente llevarles a otra diócesis. La independencia de la jerarquía y el retorno de la Compañía de Jesús que daría al Generalísimo título de cofundador eran el primer paso hacia una garantía del catolicismo La carta colectiva fue publicada porque con ella se informaba a la jerarquía de otros países cuál era la solución.
En varias ocasiones y especialmente después de convertirse en Papa Pío XII, Eugenio Pacelli mostró la satisfacción que le producía la solución a que se había llegado. La carta –no nos engañemos– fue el primer escalón hacia una restauración de la confesionalidad de la Monarquía. A muchos esto hoy no gusta. Son precisamente los que defienden la supresión de una de las cualidades más positivas e importantes de la Historia de España.
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