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Una vez más Jerusalem

La Razón
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Una vez más suenan las voces profundas: «¡Que alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor!» y «que se me pegue la lengua al paladar si me olvido de ti Jerusalem». Recuerdo como me colmaban de emoción la primera vez que cruce las puertas de la inolvidable ciudad. Y ahora el presidente Trump ha despertado los clamores al poner en práctica una decisión que hace más de veinte años tomara el Congreso de los Estados Unidos al reconocer en aquella ciudad la sede política del Estado de Israel. Es como si los triángulos superpuestos que conforman la estrella de David hubieran alcanzado la meta soñada. Deberíamos sin embargo leer con atención los útiles y decisivos capítulos del Libro de Isaías escritos por autor desconocido. Pues se tiene la impresión de que ha llegado el tiempo de que todas las naciones de la Tierra tornen su mirada para ponerla en aquella ciudad que judíos, cristianos y musulmanes coinciden en calificar de santa. La santidad no entra en la política pues es obediencia a Dios y se vincula estrechamente al amor a todos los demás. Parece que el presidente norteamericano con su precipitación aunque justificada ha cambiado las tornas despertando de nuevo las amenazas del odio.

No cabe duda de que Jerusalem es el centro mismo de Israel y su cabeza pues en su propio nombre lleva el contenido de la paz. Muchas veces los poderes políticos han desconocido esa esencialidad haciendo de ella escenario de guerras aunque no fuera siempre está su voluntad. En el año 70 cuando se preparaban las legiones para el asalto Tito Flavio, futuro emperador que las dirigía, pasó una orden estricta de conservar el Templo. Pero una enfermedad y luego un desdichado accidente hicieron que el fuego borrara para siempre las estructuras de la Casa de Dios. Ahora para percibirla tenemos que aproximarnos a esos cimientos que llamamos Muro de las Lamentaciones. También los Papas han hecho acto de presencia. Es lógico que quienes aman a Israel en sus debidas dimensiones se alegren de que al fin se haya reconocido su condición de capital para el Pueblo que después de diecinueve siglos ha podido volver a su Tierra, pero es también importante que Jerusalem es mucho más que una simple capital política. Allí está la raíz más robusta del Humanismo axial en nuestra cultura. E Israel ha sido escogido por Dios para transmitir a los demás el tesoro de su patrimonio.

En 1263 cuando el antijudaísmo se estaba desplegando por toda Europa y alcanzaba también a España en donde las leyes romanas que defendían la licitud del judaísmo se habían fortalecido de manera expresa, el gran maestro sefardí Nahmanides explicó el tema que ahora nos ocupa al rey Jaime I en una conversación privada celebrada en Barcelona. El rabino no dudaba de la importancia política que revestía el monarca y expresaba en nombre de toda su nación la gratitud que esta le debía. Pero añadió que el corazón le impulsaba sin remedio a la ciudad santa y añadió que dudaba de que no se hallase en pecado grave aquel judío que no desease vivir y morir en Jerusalem. Esta ciudad se hallaba de nuevo en manos musulmanas, pero Nahmanides emprendió el viaje y permaneció en Tierra Santa tres años fijando su residencia en las últimas fortalezas que aun conservaban los cruzados. Un día de 1270 subió hacia Jerusalem y allí encontró la muerte porque los musulmanes le confundieron con uno de aquellos. Vivir y morir en Jerusalem; ahí estaba el recóndito valor incluso para aquellos que se hallaban dispersos en la Diáspora.

Cuando en 1947 la ONU tomó la decisión de crear dos Estados capaces de convivir en un momento que parecía posible alguna clase de entendimiento entre las religiones monoteístas que invocan el nombre de Abraham, se añadió a los acuerdos una formula fuertemente respaldada por el Pontificado estableciendo en Jerusalem un régimen autocalificado de internacional. No se tenía en cuenta que modelos de este tipo que se habían empleado en lugares distintos acababan siempre en un fracaso. Un sistema político plurinacional no resulta viable y más en un momento en que las potencias musulmanas rechazaban abiertamente la creación de un Estado de Israel. Pudo interrumpirse la guerra demostrándose que con el apoyo de grandes potencias la nación judía integrada en la cultura occidental no podía ser vencida. Pero para los católicos tuvo desfavorables consecuencias: el Vaticano negó durante muchos años el reconocimiento del Estado israelí y también el Gobierno español que obedecía confesionalmente los mandatos del Papa suspendió un reconocimiento. La decisión española resultaba contradictoria con la política marcada por Alfonso XIII y ejecutada después con enorme eficacia durante el holocausto. España había sido la gran protectora del sefardismo y todavía en Jerusalem los judíos guardan cuidadosamente la lista de más de cuarenta mil personas que salvaron su vida gracias a la acción española desafiadora de peligros. Se daba la impresión de que Jerusalem era exclusivamente una cuestión religiosa.

Tenía que llegar el Concilio Vaticano II para que se restableciera con claridad una doctrina que ya en la Edad Media el agustinismo significara. Si se acepta que el judaísmo es fuente y raíz de donde ha salido el cristianismo –la salvación viene de los judíos–, es imprescindible reconocer que el retorno de éstos a su Eretz constituye un bien que debe ser cuidado y fortalecido. Juan Pablo II, que en sus tiempos jóvenes arriesgara su vida ayudando a judíos, restableció debidamente la situación. Sobre ella deben reflexionar los políticos de nuestros días. Es correcta la decisión de Trump al llevar a la ciudad santa su embajada, pero el Estado de Israel debe tomar las medidas pertinentes para que el protagonismo pierosolimitano en esa evolución hacia el humanismo monoteísta no se modifique. No se trata de ser únicamente la capital política de un Estado, sino de algo mucho más importante. Hacer de Jerusalem esa pieza esencial hacia la que puedan dirigir su mirada libre y segura todas las culturas. Allí está posiblemente la meta principal en la construcción del futuro Humanismo.