Violencia de género
Violencia sexual
Recientes pronunciamientos judiciales relativos a conductas que afectan a la libertad sexual han estimulado el público debate, que se extiende a la legislación y las sentencias que recaen sobre este tipo de asuntos. Una reflexión plenamente legítima, mientras no derive hacia descalificaciones personales o infundadas, que exceden del ámbito de la libertad de crítica.
La sociedad española puede confiar en su actual legislación penal, ciertamente minuciosa, porque es altamente técnica y a veces de cierta complejidad, pero siempre a la altura de la prudencia de los juristas competentes que la han elaborado. Puede confiar en ella en orden a prevenir y sancionar adecuadamente los delitos contra la indemnidad sexual. No obstante, es un hecho socialmente indiscutible que asistimos ocasionalmente a episodios alarmantes, que revelan un incremento del desprecio a la libertad, especialmente la que corresponde a la mujer a la hora de ejercer su capacidad de autodeterminación. Nuestra Constitución proclama que el respeto al derecho de los demás constituye el fundamento de la paz social (artículo 10). Por ello, nuestra paz se resiente cuando se transmite colectivamente la sensación de que los atentados a los derechos de los demás son frecuentes, y que en excepcionales ocasiones acaban resueltos de manera polémica.
Existe una cierta conexión entre las conductas representativas de violencia de género y las que afectan a la libertad sexual. Por ello, la alarma que ciertos delitos contra la mujer siembran en nuestra sociedad, cada vez más sensible a este tipo de atentados, es análoga y cercana a la que generan las conductas que afectan a la indemnidad sexual. La ley distingue dos tipos de atentado contra la libertad sexual: el que se realiza empleando violencia o intimidación, y el que simplemente ignora la ausencia de consentimiento. De este modo se construye por un lado la agresión sexual, más grave y condenable, y por otro el mero abuso. Podemos darle el nombre que queramos, pero nuestra ley siempre ha distinguido ambos tipos de infracción. Son actuaciones distintas, que tienen aparejadas consecuencias diversas y provocan sentencias muy variadas. Un abusador no es un violador, pero no es procedente considerar que un violador es una persona que se limita a abusar de otra.
Recientemente se han puesto en marcha iniciativas para la reforma de la legislación vigente en esta materia. La prudencia debe extremarse en este tipo de leyes. Si repasamos la historia de las reformas que han sufrido estas normas veremos que es amplia, quizá sólo superada por las reformas legislativas en materia educativa. La seguridad jurídica impone que los cambios sean los imprescindibles para mejorar la acción de la justicia, pero siempre teniendo en cuenta que la estabilidad de la ley penal es garantía de su eficacia y comprensión.
En todo caso, la ley vigente no confía a la mera intuición de los magistrados la determinación de la concurrencia de agresión o abuso. La ley los distingue con toda claridad y contundencia. La interpretación de las normas queda encomendada a los Tribunales, los cuales deben juzgar los casos determinados, pero la unificación de la doctrina es misión del Tribunal Supremo, que fue creado para tal función por la Constitución de Cádiz el 19 de marzo de 1812.
La discordancia que en algunas ocasiones se produce, de modo evidente, entre los diferentes criterios de los tribunales españoles, a la hora de asumir la concurrencia de violencia en determinados casos, nos indica que conviene completar las pautas que la ley brinda al juez para decidir. La Constitución obliga a los poderes públicos a procurar que la legislación avance hacia la más plena realización de los valores democráticos (Preámbulo, apartado sexto). No pertenecemos a una sociedad estática, que se limita a conservar lo valioso excluyendo lo nocivo. Ni a una sociedad tradicional anclada en valores históricos y renuente al cambio social necesario. Por el contrario, integramos una cultura de la modernidad, que potencia los valores relativos a la persona, que eleva el papel social de los menos poderosos, para lograr su total equiparación con las más privilegiados. Una cultura que procura la igualdad de los sexos en las posibilidades sociales, pero que al propio tiempo tiende a proteger a las personas que se encuentran en situación más vulnerable.
Por ello, la necesidad de amparar eficazmente a las víctimas de violencia de género dio lugar a la avanzada legislación de que gozamos, de la cual no podemos retroceder sin grave daño. Asimismo, la situación creada por la cínica prepotencia sexual que sufrimos debe abrir paso a la adecuada clarificación de las normas. El Tribunal Supremo tiene siempre la última palabra. Una voz noble de experiencia y sosiego, de prudencia y sabiduría seculares. La existencia histórica de algunos pronunciamientos contradictorios, absolutamente excepcionales, no puede oscurecer una larga trayectoria de aciertos, recorrida por un Tribunal modélico, asistido por una Fiscalía imparcial y altamente especializada, que contribuye a promover la justicia en defensa de la Constitución y las leyes. Sin embargo, asumir la iniciativa de clarificar prudentemente la legislación en este ámbito aparece como un imperativo de la hora presente.
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