Gobierno de España

Votos, querellas y ejemplaridad

La Razón
La RazónLa Razón

En la agenda de quien aspire –de buena fe– a la reforma del sistema político, junto con asuntos relevantes como la organización territorial o la Justicia, seguro que tendrá anotado algo sobre el régimen electoral. Probablemente pensará que debe reformarse para que refleje mejor la voluntad popular plasmada en votos o evite que fuerzas minoritarias tengan un poder determinante o se garantice que gobierne la lista más votada.

Esto último –que gobierne el más votado– parece justo, pero habría que matizar: 10 es desde luego más que 5 y también más que 6, pero 5 más 6 es 11 y 11 no cabe duda de que es más que 10. Quiero decir que si entre los que representan 5 y 6 hay más similitudes que diferencias y llegan a un acuerdo, no parece injusto que gobiernen: impedirlo sería poner puertas al campo y ahormar en exceso el juego político. Otra cosa sería ir a un sistema mayoritario de doble vuelta y que sean los electores quienes otorguen esa mayoría y no que sea fruto de negociaciones opacas.

Invitaría así al reformista para que en su agenda ese tema, no voy a decir que lo tache, pero sí que descienda en su escala de prioridades. Porque más que la matemática electoral, lo prioritario es la limpieza política, la regeneración del sistema de partidos y desde luego el respeto al votante. Eso abarcaría muchos y nada desdeñables temas: cómo se financian los partidos; que se conjure la partitocracia, entendida como colonización partidista de las instituciones de las que depende la realidad de eso que los anglosajones denominan controles y equilibrios de poderes; que sean leales a su electorado y no se avergüencen de él; que no se desdigan de lo que le han prometido o que no trinquen, es decir, que no roben, expresión esa –trincar– castiza y por lo demás nada vulgar: para la Real Academia robar es su cuarta acepción.

Vuelvo a tomar la agenda del reformista, paso páginas y leo que tiene apuntado otro tema: reforma de la acción popular, es decir, la acción penal que puede ejercer todo ciudadano. No debe confundirse con la acción particular que ejerce el perjudicado por un delito –la víctima, vamos– o la acción civil que ejerce quien interesa una reparación económica o material por el daño que le ha causado el delito. La reforma de la acción popular es algo más delicado de lo que parece porque está garantizada por la Constitución, que la regula como una de las formas que tienen los ciudadanos para participar en la Justicia, además del jurado.

Sin embargo, a nadie se le escapa que recientes episodios muestran que se pueden producir abusos, que incluso el ejercicio de la acción popular pone en manos de querellantes profesionales un arma para chantajear. Por ejemplo, que se haya destapado cómo Manos Limpias la empleaba no le da buena prensa –a la acción popular– y abona la idea de restringirla, algo que no ha dejado de rondar al legislador, mejor dicho, a los partidos políticos, especialmente a quienes tanto disgustos les ha deparado. Incluso el presidente del Poder Judicial acaba de abogar por restringirla y evitar su abuso.

La idea es razonable, pero también habría que matizar: más que restringir, quizás habría que plantearse que quien abusa y se convierte en querellante por sistema o emplea la acción popular para doblegar voluntades, sufra las consecuencias del abuso. O dicho de otra forma: usted podrá querellarse, pero le conviene llevar razón si no sufrirá las consecuencias de ser chantajista o un querellante torticero o de gatillo fácil.

No rechazo la necesidad de estas reformas, sí que se pretexten para ocultar realidades muy graves e inquietantes. La del sistema electoral no puede llevar a olvidar que tras una excesiva pulverización electoral y los radicalismos revolucionarios emergentes está, en parte, la crisis de los grandes partidos por razones de corrupción y pérdida de credibilidad y eso no se ataja con reformas electorales; y la reforma de la acción popular no puede tampoco pretextarse como conjuro para que, a duras penas, se desvíe la atención de conductas censurables en personas e instituciones a los que le es exigible otra conducta. Para empezar, ejemplaridad.