Tribuna
El Tribunal Constitucional en su circunstancia
El Tribunal Constitucional, ¿es un órgano fallido? Pues no. Fallidos lo serán los políticos y quienes desde dentro lo quieren y conciben como una dependencia gubernamental
Llevo escrito, y mucho, sobre un tema cansino: cómo elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y, descuiden, que no voy a ocuparme de él, aun cuando en Semana Santa cumpliría funciones penitenciales. Lo cito porque quizás rivalice en la clasificación de lo cansino con otro también de connotaciones judiciales: el Tribunal Constitucional. Pacificado el CGPJ, gana protagonismo el Tribunal Constitucional por sus choques con el Tribunal Supremo y el sesgo gubernamental de sus decisiones.
Como en toda contabilidad, en la suya hay un debe y un haber. Desde su creación, el Tribunal Constitucional ha hecho una encomiable aportación al Estado de Derecho a base de tejer toda una amplia y profunda doctrina –consolidada– al interpretar la Constitución, doctrina que ha calado en la interpretación de todo el ordenamiento jurídico, generando toda una cultura jurídica. Eso tiene en su haber, y no es poco. Pero hay un debe y reparo en dos partidas, una quizá para iniciados y otra fácilmente captable.
La primera estaba anunciada. En un país dado al pleito y rico en picapleitos, se advirtió al crearse que bastaba que pudiese anular resoluciones judiciales para erigirlo en una instancia más, «opacando» sobre todo al Tribunal Supremo. No abundaré sobre ello, sólo digo que las tensiones –a veces «piques», soberbia mediante– entre ambos tribunales han sido frecuentes, aunque lo más censurable se lo lleva el Tribunal Constitucional cuando se excede, olvida ejercer una saludable autocontención e invade la jurisdicción del Tribunal Supremo y los ejemplos no son pocos.
Pero hay otra partida deudora, imputable a los partidos políticos. De sus doce miembros, ocho los eligen las Cortes, dos el gobierno y los otros dos el CGPJ, elegido, a su vez, por las Cortes, luego todo el Tribunal Constitucional es de elección política. ¿Malo?, pues depende: será censurable si los partidos se salen del guion constitucional y entienden que en el Tribunal Constitucional se continúa la política con otros contendientes –togados–, que emplean otro lenguaje –el jurídico– y otras formas –las procesales–; desde su lógica, cuestión de atrezzo.
A nadie se le escapa que los actuales momentos no son felices, no ya de este Tribunal sino del Estado de Derecho. Tenemos un gobierno dividido, sin mayoría parlamentaria, sin presupuestos y cuyo único proyecto parece ser aguantar. Su vida pende del Tribunal Constitucional, lo único que domina. Con esa voluntad lo renovó y sus decisiones permiten afirmar que estamos no ante un tribunal, sino ante una dependencia gubernamental; es más –ya lo he reiterado en estas páginas– frente al lenguaje periodístico al uso, que habla de una mayoría progresista, bien puede hablarse, sin tapujos, de una mayoría gubernamental.
Esta gubernamentalización se advierte cuando lejos de discurrir la vida político-legislativa por terreno constitucionalmente seguro –lo que es compatible con razonables dudas o discrepancias–, el Gobierno opta por caminar al borde del precipicio. Deja al Tribunal Constitucional la elaboración de coartadas jurídicas que respalden sus estrategias y componendas políticas o reformas encubiertas de la Constitución. Silenciada la ciudadanía, su lugar lo ocupan siete de sus miembros –así los llama la Constitución, no «jueces» ni «magistrados»–, algunos caracterizados por una ideología radical, ínfimamente compartida en el sentir ciudadano y en el común de los juristas.
Queda servida así la idea de que el Tribunal Constitucional es una instancia política más, por eso no deja de ser risible que una asociación de jueces –minoritaria, pero que lo coloniza– pida que se le respete como si de un tribunal de Justicia se tratase o que la vicepresidenta del Gobierno eche en cara a los jueces que no salgan su defensa. Olvidan, primero, que no forma parte del Poder Judicial y, segundo, que considerados sus miembros mayoritarios como actores de la vida política –unos ejercen de tal por oportunismo, otros por convicción–, toda su «judicialidad» es disfraz: si se hace política, aun con toga, no puedes ir de señor juez pidiendo respeto, eres uno más en la trifulca política, luego debes soportar sus inclemencias.
El Tribunal Constitucional, ¿es un órgano fallido? Pues no. Fallidos lo serán los políticos y quienes desde dentro lo quieren y conciben como una dependencia gubernamental. No lo es porque cuando se han hecho bien las cosas, se han llevado a juristas de prestigio, ojo, no meros conocedores del Derecho: la historia muestra ilustres científicos, letrados o pensadores que han puesto sus conocimientos, sabiduría o pericia al servicio de las mayores vilezas o las han propiciado. Hablo de juristas, conscientes de lo noble de su función, no de hábiles indígenas que saben moverse por la selva jurídica, expertos en las trampas; hablo de juristas con sentido de Estado, capaces de ordenar la complejidad del funcionamiento del Estado, las relaciones jurídicas, juristas insobornables para velar para que, pese a lo implacable de la batalla política, el Derecho impere.
José Luis Requeroes magistrado.