Semana Santa
Un Papa (casi) mudo
Por todos ellos, por todos, un anciano se postra. El Papa. La única autoridad global. Al ras. No es tarde de aplausos ni balcones
Tendido en suelo. Un octogenario. Aparentemente derrotado. Haciéndose uno de tantos mayores que están tumbados por el virus. Se siente entre ellos. Por eso se pone a los pies del Crucificado. Por ellos. Y por más. Por todos. Ante la imagen que permaneció ante la peste de antaño y que ahora contempla la pandemia que ha sepultado deseos y esperanzas. Todo intento por hacer poesía y concatenar versos suena a osadía cuando la muerte irrumpe y diezma.
Eco en la basílica de San Pedro. Ensordecedor. Solo se cuela el sonido del disparador del fotógrafo vaticano, para dar cuenta de que lo que está pasando no es una pesadilla. Un clic demoledor. Desierto provocado por la ausencia de peregrinos. El vacío que aparece en el duelo de tantos que han dejado de estar en estas semanas. El hueco que desgarra a quienes sufren porque de un día para otro ya no tienen ingreso alguno para llevarse algo a la boca.
El mutismo injusto de los que retornarán a dormir en la calle, cuando los demás vuelvan a disfrutarla de día. El grito de la hora nona. El estruendo de los invisibles, que continuarán siéndolo pasado mañana. Por todos ellos, por todos, un anciano se postra. El Papa. La única autoridad global. Al ras. No es tarde de aplausos ni balcones. O no solo. Tiempo de silencio.
Un Viernes Santo más Viernes Santo que nunca. Pasión y muerte del Señor. Un Vaticano sellado a cal y canto. Un mundo cerrado por reforma. La humanidad en cónclave para decidir qué hacer después en la era después del coronavirus. Es la preocupación que taladra a aquel que se tumba. Oficios de la desnudez. Despojarse. Sin más gestos que una tela que descubre la escultura llagada. Con un solo beso. El único.
Porque el virus arrebató la cercanía, la afectividad, el consuelo del tacto. Los labios de Francisco a los pies de Jesús, por los de todos. Y una cabeza inclinada. Adoración. Uno con Cristo. Un pontífice enmudecido ante la barbarie. Apenas pronuncia en un susurro lo pertinente de la liturgia. Es el único día del año en que no pronuncia la homilía en una ceremonia que preside. Tiempo de escucha.
Por la noche. Más silencio. Al acompañar cada una de las estaciones del vía crucis encargado a los presos de la cárcel de Padua. Confinados más que ninguno en un mundo que ha echado el cierre. Ellos son la pequeña obsesión de Francisco. No ahora que se les mira de reojo por los motines provocados en Italia al sellarles toda posibilidad de relación con el exterior. Siempre se ha compadecido de quienes acaban en el trullo. No los ve como verdugos. Sino como víctimas. Esa misercordia que atraviesa a veces la justicia como una lanza a un costado. Vía crucis al que no le hace falta la mística del Coliseo. La plaza de san Pedro no solo lo suple.
A paso lento. Antorchas al paso. El camino del Gólgota al Calvario. Y ahí, sí. En la oscuridad de la noche que parece envolver una cuarentena que se eterniza, el Papa rompe su silencio. Para abrazar de nuevo al Crucificado. Y con él, a los que agonizan en sus maderos. No para recrearse en el dolor. Ni mucho menos. Sino para darle sentido. Para generar una revolución. Sí. Palabra de Martín Descalzo: «Jesús no murió para despertar nuestras emociones, sino para salvarnos, para invitarnos a una nueva y distinta manera de vivir». Para ver en la naturaleza muerta las raíces de lo que está por brotar. Tiempo de silencio. Tiempo de escucha. Tiempo de cambio.
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