Religión

Oraciones que parecen no ser escuchadas

Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de La Asunción de Torrelodones, Madrid

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ReligiónJosé Javier Míguez RegoLa Razón

Lectio Divina del Domingo XX del tiempo ordinario

Un familiar me reclama que Dios y los santos le hacen milagros a todo el mundo, menos a él, que lleva tiempo pidiendo recuperarse de un tumor. Otra amiga dice que desde que empezó a acercarse a Dios, solo le pasan cosas malas. Y una buena feligresa lleva años orando sin cesar por reconstruir su familia, pero hasta ahora no hay resultados. ¿Qué ocurre? ¿Hay oraciones que Dios no escuche o se mueve Él por favoritismos para ayudar a alguien? El evangelio de hoy nos aclara mucho acerca de estas preguntas que muchos se hacen, mostrándonos que la oración es, ante todo, un entrar en relación con Cristo, que nos hace reconocer nuestra verdad y disponernos a vivir con entereza las pruebas que todos hemos de atravesar.

“En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró a la región de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando». Él les contestó: «Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel». Ella se acercó y se postró ante él diciendo: «Señor, ayúdame». Él le contestó: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». En aquel momento quedó curada su hija (Mateo 15, 21-28).

Hay formas y formas de pedir a Dios, es decir, de relacionarnos con Él. Aquí está lo determinante, porque todas nuestras oraciones son suscitadas por el mismo Dios para que crezcamos en la comunión con Él, para que experimentemos su cercanía y seamos moldeados cada vez más a su imagen y semejanza. Por tanto, la cuestión no está solo en pedir, sino en saber qué y cómo hacerlo.

Ríos de tinta han corrido sobre el evangelio de hoy. En los últimos siglos se ha impuesto una interpretación racionalista, bastante cáustica y poco sobrenatural, por cierto, de que Jesús no sabía que era Dios y que su misión era universal, y que es esta mujer extranjera la que se lo hace descubrir. Ante esta interpretación prevalece todo el testimonio bíblico y la gran tradición creyente, que afirma que Jesús, reconocido como el Hijo Amado por el Padre en su Bautismo y vencedor del demonio en las tentaciones sobre su propia identidad, sí que sabía que en él se cumplían las profecías del esperado Enmanuel (Isaías 7, 14) y que su misión congregaría a todos los pueblos a la adoración al único Dios (Miqueas 4, 2; Salmo 2). Lo que aquí se quiere mostrar es cómo todos estos pueblos entrarán a participar de la salvación universal que él personifica para toda la humanidad. Esto será por medio de la radical confianza en su persona y de la valentía por la que entremos en relación con él.

Lo primero que nos enseña esta mujer es que la fe ha de ser audaz, decidida. Jesús no quiere una relación timorata con él, ni una que se contente con la medianía de ya ser un poco buenos y cumplir ciertas prácticas de piedad. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”, ha enseñado él (Mateo 7, 7). Estas son disposiciones activas que nos sacan de nuestra comodidad y de una relación con Dios demasiado lejana y descomprometida. La confianza en Él tiene mucho de esfuerzo, de súplica insistente y hasta de lucha. Abrahán no heredó la promesa por haberse quedado en la seguridad de la casa de su padre; Jacob podía haberse conformado con su primogenitura, que le garantizaba un cierto lugar en el plan de Salvación, y sin embargo, tuvo que ganar su verdadera identidad luchando con Dios toda una noche; Moisés podía seguir siendo un príncipe de Egipto, pero se lanzó a guiar por el desierto a un pueblo de dura cerviz. El mismo Cristo podía vencer a Satanás de un solo golpe, mas prefirió ayunar cuarenta días en el desierto y finalmente dejarse traspasar en la cruz para vencerle por un amor sin reservas.

La mujer de este episodio conocía bien su condición de extranjera, que le obligaba a mantener distancia hacia un maestro de Israel. Pero ella sabe que más importante que guardar las formas externas es procurar la vida plena que Dios quiere dar a todas sus criaturas. Aunque ella se reconoce en desventaja con respecto a los israelitas, también lucha por ser reconocida como merecedora del amor hacia todos que el Dios ha prometido. Por eso reclama a Jesús y “le arranca” el milagro que necesitaba. La suya fue una súplica que asumió su propia situación, pero a la vez que reconoció el destino mayor que Dios le ofrecía. Así que persigue a Cristo, busca ser atendida, discute, pone toda su vida en juego y así se realiza en ella la misión del Salvador, que ha venido para que tengamos vida en abundancia. Esa es la fe que Jesús alaba y premia. Hay oraciones que apenas expresan un poco de descontento; las que se asemejan a la de esta mujer, nunca dejan de ser escuchadas.

Por eso, ten cuidado con las ofertas de acercarte a Dios solo con un poco de sentimiento, de dejar las cosas como están, de conformarte con ser un poco bueno. Tú sigue y persigue a Cristo. Busca, pide, llama; y todo esto movido por la humildad de quien reconoce su propia verdad y que, por tanto, le queda todavía un largo camino por recorrer para sanar, reparar e ir siempre mucho más allá de tu necesidad.