
Oración
La fuerza del testimonio
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Meditación para este domingo XIV del tiempo ordinario
¿Qué ocurre cuando las puertas se cierran a los enviados de Dios? ¿Cómo debe responder el alma enviada cuando es rechazada, ridiculizada o ignorada? Hoy en día, podemos encontrar las posturas más diversas, desde el replegarse por vergüenza hasta el enconarse a la defensiva. El evangelio, sin embargo, es muy preciso, y es a este al que debemos atender ante todo. Leamos con atención:
«En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.
¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: “El reino de Dios ha llegado a vosotros”.
Pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: “Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el reino de Dios ha llegado”. Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para esa ciudad». Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo: “Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”.
La imagen: “Os envío como corderos en medio de lobos” no necesita glosa. Los discípulos de Cristo son enviados al mundo como su mismo Señor lo fue, y han de vencer a aquel como él mismo lo venció. A su imagen, no somos enviados como estrategas ni influencers, sino como ofrendas vivientes. Por eso, en un mundo como el nuestro, devoto de lo superficial y lo aparente, el discípulo debe brillar con la luz confiada del astro que
refleja al sol. Hemos de ser una irradiación de Dios, no la pretensión de ponerse en su lugar.
San Benito Abad, que evangelizó Europa desde el silencio, el trabajo ofrecido y la oración puntual, enseñaba que nada ha de anteponerse al amor de Cristo (nihil amori Christi praeponatur). Así nos enseña que el crecimiento cristiano no se trata de éxito, sino de fidelidad. Lo importante no es cuántos escuchan, sino si se ha dicho la verdad. Si la misión es ignorada, se sacude el polvo, es decir, no dejar que la incredulidad ajena se nos adhiera como resignación ni apegarnos a lo que no pudo ser. Es decir, significa liberarse de la manía de medir los frutos evangélicos en términos mundanos. Quien habla de Dios no está para caer simpático, sino para escocer las conciencias por la fidelidad a su palabra. Reconozcámoslo: aquí tantos quedan retratados.
Hoy, como en todos los tiempos desde que Cristo vino a nosotros, se libra la batalla entre la verdad de Dios y la mentira del mundo. Aunque muchos prefieren un cristianismo amable, irrelevante y sin espinas, el Crucificado no envía emisarios de consenso, sino testigos. La palabra “mártir” (μάρτυς) no significa víctima. Significa testigo fiel, aun cuando el mundo rechace su presencia.
Volvieron los setenta y dos “con alegría”. No porque fueran aplaudidos, sino porque vieron que los demonios caían. Y Cristo responde con una visión: “Veía a Satanás caer como un rayo”. No es una metáfora: es una imagen real de lo que ocurre en ese mundo invisible a nuestros ojos, pero no por ello menos real. Todo anuncio auténtico de Cristo desaloja al enemigo. Cada palabra de verdad es una grieta en el imperio de la mentira. Evangelizar es expulsar sombras sólo con la luz que se irradia.
“Os he dado poder… y nada os hará daño”. El poder del cristiano no es el de la fuerza, sino el del alma fiel. Puede ser ridiculizado, cancelado, abandonado, pero su nombre está escrito en los cielos. Por eso Chesterton dijo que los mártires son las semillas de la Iglesia, pero también los frenos del infierno.
“Estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo”. He ahí la única alegría legítima: no el dominio, sino la pertenencia. No la influencia, sino la convicción. San J. H. Newman decía que “un alma que ha encontrado su morada en Dios ya no envidia el éxito de los fuertes”. Recordémoslo: el mundo pasa, pero el nombre escrito en el cielo no será borrado y el que tiene un sitio en el cielo, no necesita afanarse por un hueco en el escenario.
En tiempos donde se mide todo en visibilidad, ser “enviados de dos en dos” parece inútil. Pero es la pedagogía del reino de Dios. No se envía un ejército, sino pequeños focos de luz, silenciosos, firmes, inquebrantables. Es como lo que Tolkien enseñó en sus relatos: la victoria del bien suele venir desde lo escondido y lo humilde, y es desde lo pequeño que se conquista lo más grande.
La Iglesia no es espectáculo, ni asamblea de gestores, ni espacio de consenso emocional. Es un cuerpo en marcha, enviado a un mundo que no lo quiere, pero que lo necesita sin saberlo. Ese cuerpo es el de Cristo, que nos incorpora a su misión y su destino. Lo que debemos hacer los cristianos en mantenernos unidos a él.
Ciertamente el gran drama de nuestro mundo es que tanta gente ha dejado de creer en Dios, pero no ha dejado de necesitarlo. Por eso la misión no cesa, y esta debe comenzar por abrir los ojos de los que dan tumbos por esta ceguera. Es allí donde el testimonio precede a las palabras y el ejemplo, a muchas acciones huecas. Y cuando todo pase —cuando los lobos se cansen de aullar y los focos se apaguen— permanecerán los nombres inscritos en el cielo. Y eso basta.
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