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Meditación

Esas manos que nos levantan

En el camino de la vida, sin saber cómo ni por qué, podemos caer en un estado fatal

Sevilla.- Alcalá activa el Plan Varal para el Viacrucis de las Hermandades, dirigido por la imagen del Cristo del Perdón AYUNTAMIENTO DE ALCALÁ DE GUADAÍEUROPAPRESS

En el camino de la vida, sin saber cómo ni por qué, podemos caer en un estado fatal. Son las veces en que todo parece abatirse contra nosotros, casi molernos a palos y dejarnos malheridos al borde de la calzada. No podemos levantarnos por nosotros mismos, nos fallan las fuerzas físicas y espirituales. Elevamos una súplica al cielo y, entonces, nos viene la respuesta como unas manos que se colocan sobre nosotros, palpa nuestra necesidad y nos carga consigo. Meditemos cómo lo describe el mismo Cristo:

«En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Él le dijo: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?”. El respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo”». Él le dijo: “Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida”. Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?”. Respondió Jesús diciendo: ”Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: ‘Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva’. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”. Él dijo: “El que practicó la misericordia con él”. Jesús le dijo: “Anda y haz tú lo mismo”». Lucas (10,25-37)

La respuesta de Dios en nuestras derrotas no es una mano angelical tendida desde el cielo, sino unas manos humanas, de carne y hueso. Son las manos de quienes saben hacerse prójimos. Y lo sorprendente es que en la parábola que nos propone el Evangelio de hoy, ese prójimo resulta ser un samaritano, alguien inesperado, incluso despreciado.

El “Buen Samaritano” no es solo una historia sobre ayudar al necesitado. Es una imagen viva de Cristo, que se abaja hasta lo más profundo de nuestra miseria para curarnos, levantarnos y devolvernos la dignidad. Él no pasa de largo ante nuestras heridas, sino que las toca con el bálsamo del Bautismo y el vino de su Sangre. Nos carga sobre sí y nos introduce en la posada, que es la Iglesia, para que allí seamos sostenidos hasta su regreso.

Pero esta parábola no solo nos habla de Cristo: nos interpela personalmente. Porque ese hombre medio muerto al borde del camino somos nosotros. Si no nos reconocemos ahí, poco habremos entendido de la fe. ¿De qué nos sirve decir que Cristo salva, si nunca hemos experimentado el bálsamo de su perdón? ¿Qué valor tiene su enseñanza si creemos que ya lo sabemos todo? ¿Qué sentido tiene su gracia si vivimos como si no la necesitáramos?

Preguntémonos: ¿Quién ha sido ese buen samaritano en mi historia? ¿Qué mediaciones humanas ha usado Dios para rescatarme? Esa gratitud no puede quedarse en sentimiento: debe convertirse en misión. Hemos sido sanados para sanar, tocados para tocar. No podemos pasar de largo ante el dolor del otro.

Y no podemos pasar de largo tampoco ante el dolor de la Iglesia, que hoy también yace herida al borde del camino…

Esta parábola tiene una resonancia más amplia y urgente, pues nos habla de la misma Iglesia que Cristo ama y por la cual dio su vida. Ella hoy padece al borde del camino, desfigurada, expoliada y abandonada por quienes debían haberla cuidado. Esto no es una exageración ni es pesimismo, sino un llamado a la verdad y a la conversión. Hay que hablar sin ambigüedades de una Iglesia traicionada por dentro, herida no tanto por enemigos externos como por la tibieza, la confusión doctrinal y la mundanización de muchos de sus hijos.

La Iglesia es azotada por una crisis de identidad espiritual, donde muchas liturgias se han convertido en espectáculos horizontales, llenos de comodidad emocional, y no en la adoración reverente del Misterio que transforma. Tantas catequesis no forjan el alma para la lucha cristiana. Numerosas comunidades religiosas ya no reflejan la vocación profética de sus fundadores y por eso languidecen como administradoras de bienes con barniz piadoso. Muchos colegios de título católico son semilleros de ateísmo y nuestras obras de caridad no se diferencian de la mera filantropía. Efectivamente, la Iglesia es maltratada por sus propios miembros cuando tantos de ellos, como el sacerdote y el levita de la parábola, pasan de largo ante estas necesidades suyas. Por eso hoy más que nunca, los cristianos estamos llamados a convertirnos en samaritanos de la propia Iglesia.

Todo esto exige valentía, amor y fidelidad. Implica formarnos seriamente en la fe, interesarnos profundamente por los santos —nuestros verdaderos modelos—, darles a conocer como quienes encarnaron el cristianismo en su deber ser. Exige también defender la Iglesia allí donde esté siendo atacada, incomprendida o manipulada. Significa dejar de consumir críticas superficiales y esforzarnos por comprender el porqué de su doctrina. Por eso Chesterton señaló que la Iglesia tiene razón no cuando está de acuerdo con el mundo, sino cuando lo contradice con amor y claridad.

Volver a ser samaritanos de la Iglesia es volver a ser amigos fuertes de Cristo. No con rebeldía, sino con fidelidad lúcida. No con desencanto, sino con esperanza exigente. No con tibieza, sino con esa caridad ardiente que no puede ver a su madre caída sin levantarla con ternura y verdad. Seamos hoy esas manos humanas que levantan a la Iglesia para ayudarla a reflejar toda su identidad divina.