El sucesor de Benedicto XVI
La renovación se juega en la Sixtina
Los cardenales se enfrentan al reto histórico de elegir un Papa renovador que impulse la revitalización de la fe mundial y reorganice sin salidas traumáticas la Iglesia
Estoy súper convencido de que dentro de pocos días la barca de la Iglesia tendrá al timón el Papa que le conviene. No me cabe sobre eso la menor duda sabiendo quién la guía y la sostiene. Permítaseme, pues, que exponga algunas de mis humildes convicciones al respecto.
Creo que en estos momentos la Iglesia universal necesita un Papa reformador. No quisiera que estas palabras alarmasen a quien me haga el honor de leer estas líneas. Como escribiera en su día el gran teólogo dominico Yves Congar, uno de los inspiradores del Vaticano II, hay «verdaderas y falsas reformas de la Iglesia». Yo, desde luego, abogo por las primeras, las que nacen de esa linfa constante que es la tradición adaptada a las necesidades de los tiempos.
En las últimas décadas, la Iglesia ha estado gobernada por grandes pontífices: Pablo VI se entregó hasta la extenuación en concluir el Concilio y en guiar su aplicación auténtica; Juan Pablo II se gastó hasta el martirio en hacer a la Iglesia más misionera y evangelizadora; Benedicto XVI ha desplegado en estos ocho años un magisterio de tal calibre y profundidad que ha estabilizado una navecilla que, como él ha dicho, en algunos momentos parecía amenazada por los fuertes vientos contrarios, como si el Señor durmiese.
Ha llegado el momento de un Papa que, sobre esta base tan sólida, se lance a la verdadera reforma que necesita la Iglesia y que no puede no comenzar en la revitalización de la fe del pueblo de Dios y de sus pastores. No podemos ni siquiera imaginar un impulso reformador que no se apoye en esta sólida plataforma que es el Credo, a quien Joseph Ratzinger ha dedicado sus últimas catequesis y que Giovanni Battista Montini reactivó y reactualizó durante su pontificado.
Pero la reforma no puede ser monopolizada por la afirmación incluso renovada de nuestra fe. Ha llegado también el momento de que, a la luz del Evangelio, se acometan algunas reformas que permitan a la Iglesia cumplir mejor su misión de testigo y anunciadora de la Buena Nueva. ¿Cuáles? La revisión del ejercicio del primado de Pedro, la primera. Que nadie se asuste: no se trata de revisar o reformar esa base indiscutible del Cuerpo Místico de Cristo, pero a nadie se le oculta que, en veinte siglos de historia de la Iglesia, la función primacial se ha ejercido de modos muy diversos de los actuales. Y Juan Pablo II, en la encíclica «Ut unum sint», puso sobre la mesa la necesidad de replantearse algunas de sus manifestaciones concretas si queremos avanzar en el diálogo ecuménico, desde luego, pero también si nos proponemos reequilibrar como quería la «Lumen Gentium», las relaciones entre primado y colegialidad.
Consecuencia inmediata de esta necesaria reforma es la revisión a fondo del funcionamiento de la Curia romana. No se trata sólo de cambiar los hombres que actualmente la dirigen, sino de reorientar sus modos de actuar de cara a las iglesias locales, que no aspiran a convertirse en autónomas –¡Dios no lo permita!– pero que tampoco se ven como simples sucursales de un gobierno centralista y centralizador. ¿Ha dejado de ser verdad, como ha recordado más de una vez el Papa ahora emérito, que no hay que confundir unidad con uniformidad? ¿Las Nunciaturas, por ejemplo, son simples correas de transmisión del poder romano o deben servir para afianzar la comunión de las Iglesias locales con la universal sobre bases diversas? ¿Los obispos, sucesores de los apóstoles –no se olvide, como el Papa lo es de Pedro–, deben renunciar a su creatividad y limitarse a aplicar lo que se les dicte desde los despachos curiales?
Ya sé que todas estas y otras múltiples cuestiones son fáciles de escribir y muy complicadas a la hora de llevarlas a la práctica, pero también creo que no se debe renunciar a plantearlas en esta hora en que la Iglesia espera un nuevo Papa. En mis muchos años de vida romana he hablado con muchas personas de estos temas, encontrándome en sintonía con ellas sobre las posibles y nada traumáticas salidas a los problemas apuntados. Si el beato Juan Pablo II comenzó su pontificado con su evangélico «¡No tengáis miedo!», desearía que el próximo Papa se atreviese a ser un verdadero reformador y que todos coralmente le acompañásemos en esta gran tarea.
Cónclaves con historia
El más largo
La elección papal que duró más tiempo fue la de Gregorio X, que comenzó en 1268 y finalizó en 1271. Los dieciocho cardenales, indecisos en su votación, sellaron las puertas del palacio donde se encontraban reunidos.
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