Oración

El significado de la fiesta

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

El significado de la fiesta
Autoridad José Javier Míguez Rego

Meditación para este V domingo del tiempo ordinario

Recientemente reencontré un libro que tenía perdido: La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera (2014). Esta es una novela satírica que deja ver la futilidad de nuestra sociedad sin Dios, donde las personas centran su atracción en el ombligo y así quedan reducidas a ser una soledad de soledades, cuyo destino es procurar elevarse sobre los demás para reírse de su “eterna estupidez”. Recuerdo que cuando leí esta novela vi claramente reflejada la mayor pobreza a la que podemos quedar reducidos los seres humanos: la cerrazón en uno mismo y el sinsentido. Ante ello Cristo nos revela hoy que la soledad no es retraimiento, ni la relación con los demás ha de ser una dispersión. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a la casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella.  Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles.  Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados.  La población entera se agolpaba a la puerta.  Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar.  Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar.  Simón y sus compañeros fueron en su busca y,  al encontrarlo, le dijeron: “Todo el mundo te busca”.  Él les responde: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido”. Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios» (Marcos 1, 29-39).

Jesús sale de la sinagoga, donde se proclaman las promesas de Dios y se le da culto, para salir a llevarlo a quienes necesitan de Él. Al declinar el día, vuelve al diálogo íntimo con Dios en su oración personal. Entre una y otra expresión de su amor al Padre, él va al encuentro de los hombres. Coge de la mano a la suegra de Simón Pedro y le cura la fiebre, como también sana a otros muchos enfermos y endemoniados. A diferencia de los personajes de Kundera, estos no se levantan de su postración para elevarse sobre los demás y reírse de ellos, sino para ponerse a servir, como la misma suegra de Simón. Porque Cristo ha salido de Dios para superar el alejamiento entre lo humano y lo divino y, por tanto, de los hombres entre sí. La gente se puede re-unir donde él está, y así dejan de ser soledades insignificantes para convertirse en Iglesia, pueblo de Dios desde el Cuerpo de Cristo. Porque así como él se adentra en las casas y en los males que someten a los hombres, aislándolos y generando el caos existencial, también nos adentra a nosotros en lo íntimo de Dios, para liberarnos y reunirnos en el amor. Este es el punto determinante de su persona: Él es capaz de armonizar su mirar hacia dentro de sí y hacia lo alto para amar a Dios sobre todo y, en consecuencia, sabe mirar hacia fuera de sí para servir a los hombres.

«La insignificancia –sentencia uno de los personajes de Kundera– es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias». Pero la verdadera desgracia es llegar a afirmar esto. ¿Cómo se puede vivir considerando que la vida no tiene valor, que todo da igual? La buena noticia de Cristo es que él encuentra su propio significado en el amor del Padre derramado sobre nosotros, para que nosotros también nos descubramos significativos para Dios. Porque para quien ama nada es insignificante, todo tiene valor, todo revela algo mayor. Efectivamente, la misión de Cristo sobre esta tierra, de la que la lectura de hoy apenas nos revela uno de sus días, culmina en la cruz, donde él asume el horror humano y entrega su propia sangre para redimirnos por el amor hasta el extremo. Entrega que no quedará en la aniquilación, sino que alcanza la gloria de la resurrección, como derroche de vida divina ahí donde se volcó todo el mal y el dolor de la humanidad.

Una vida cerrada sobre sí misma se frustra en su propia insignificancia. Porque es propio de lo vivo crecer y dar fruto, ofrecerse y acoger, como lo vemos hoy en el prodigarse de Jesús a su paso por esta tierra. Él nos muestra así que la persona alcanza su significado cuando se abre al amor, que es éx-tasis, porque es salida de sí. Tal salida mira hacia lo más alto, que es Dios, tan distinto a nosotros, como también hacia lo más cercano: el prójimo, tan semejante en nuestra necesidad de sentido y verdad. Así queda desenmascarada la mentira de la insignificancia, que consiste en pensar solo en uno mismo, centrarnos “en el ombligo”, creyendo que el tener y el placer son los que nos dan el ser. Por ello, hoy en la misa volvemos a este pasaje del evangelio y nos presentamos ante Dios reconociéndonos necesitados de su palabra y de su Cuerpo y Sangre. Por el sacrificio de la misa nos ponemos ante el misterio de la cruz, que da significado a nuestra vida porque le da la verdad como amor. Entonces volvemos nuestra mirada a los demás y les reconocemos como nuestros semejantes en esta misma necesidad. Esta es la fiesta que da significado a lo que somos.