Opinión
Acostumbrarse al dolor
No sé quién decía que, si a partir de los 40 te levantabas sin ningún dolor, es que estabas muerto. Me gustaría levantarme muerta algún día. Sin dolores, quiero decir. Pero si durante años me acompañó una neuralgia de trigémino que un día desapareció de forma milagrosa, ahora, quince meses después de haber pasado el covid, como tantos otros desafortunados, convivo con unas secuelas que intento no mencionar, para tratar de olvidar que existen y pensar que, tal vez, como aquella neuralgia, un día solo formarán parte de mis peores recuerdos.
En mi caso, el virus, que apenas me había provocado síntomas, me dejó la memoria y la concentración tocadas y hundidas durante bastante tiempo.
Cuando las recuperé lo suficiente como para que mi actividad diaria no me resultara una tortura, empecé a notar estragos en la melena que, por suerte, no dejaron rastro a los pocos meses.
Pero fue entonces cuando me volvió una especie de presión dolorosa sobre el ojo derecho, que a veces me provoca lagrimeo, otras un extraño mareo y algunas incluso cierto desequilibrio. No es que sea muy grave, pero resulta desesperante. Y aún así me doy por satisfecha. Son muchas las personas –hombres y mujeres, pero más mujeres– que relatan haberse quedado sin energía desde que pasaron la enfermedad.
Las hay que, además, la sufrieron con rotundidad y en la propia UCI, pero otras que, como yo, padecieron unos síntomas levísimos, refieren parestesias, problema de visión, agotamiento mental y físico…
Y hartas ya, como yo también, de que contarlo no sirva de nada porque los médicos aún continúan sabiendo poco y menos de este bicho, viven acostumbrándose al dolor y soportando en silencio su COVID persistente, sin saber si algún día se irá… o no.
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