Opinión

Fernán Gómez

El veintiocho de agosto habría cumplido cien años, y el mundo de la cultura se ha volcado en recordarlo. Yo también le conocí, me crucé con su inmensidad en algún evento. Me provocaba mucho respeto y algo de miedo. Por eso, consciente de lo desatinada que puedo ser ante los que admiro, nunca le dirigí muchas palabras.

Lo que más recuerdo de él, aparte de sus obras, fue una noche en el Palacio de la Moncloa. Una cena entre once comensales con posterior copa en «la Bodeguilla». Ahora que me he vuelto un poco abuela cebolleta rememoro aquellas historias que en mi juventud no daba importancia.

Acababa de llegar Felipe González al poder y uno de los primeros grupos a los que quiso invitar a su guarida fue al de artistas. Yo tenía entonces veintiséis años y comenzaba. Iba como cónyuge de Fermín Cabal, ese loco autor de teatro al que tanto estimo. Los otros invitados, si no recuerdo mal, eran López Vázquez y su mujer, el pintor Gordillo y su espléndida señora, la gran Nuria Espert en solitario y Fernán Gómez con la hermosa Emma. Nos habían advertido que fuéramos vestidos de manera informal. Yo me puse un vestido corto negro de los años veinte que me había comprado en el Rastro y que me dio juego durante años. Fermín fue de Fermín. El resto llevaba mejores galas. Salvo Felipe que lucía vaqueros y botines bastante macarras.

No hablé en toda la noche, aunque tampoco nadie me preguntó nada. Mejor fue observar. Me impresionó ver a Fernán Gómez discutir con el presidente gallito sin ninguna cautela. Qué curioso, pensaba yo, habla con el poder como si fuera una quimera efímera. Un convenio sin firmar. Él sabía.