Rosa, prima de la abuela de Gabriel, recuerda en su casa de Las Hortichuelas al pequeño Gabriel

La reconstrucción del último día de Gabriel: «Me como los macarrones y seguimos jugando»

Esa mañana desayunó con su abuela y con Ana Julia, la pareja de su padre, quien le vistió. Minutos después le advirtió de que si alguien le llamaba desde un coche o le incitaba a ir a algún sitio, no fuera

El columpio que más le gustaba a Gabriel es el que está en casa de Rosa y Antonio. Es de madera, va despacito y genera un leve silbido que a ambos les da tranquilidad. Significaba que el niño seguía ahí, balanceándose con sus nietos a la espera de la hora de comer. A veces lo hacían con música, otras, concentrados en alguna partida de dados, chapas o chinas. Pero siempre con la alegría que, a pesar de su corta edad, tanto transmitía. «¡Ay Rosita, que a gusto estoy siempre aquí!», le dijo a la prima hermana de su abuela paterna Puri Carmen. De su casa salía corriendo cada día que pasaba en Las Hortichuelas (Almería), recorría los cien metros que hay entre ambas casas y de un salto se colaba en el recibidor que hoy preside una foto suya. El último día que estuvo en su casa dijo: «Como rápido los macarrones y seguimos jugando». Pero nunca regresó.

El día que el niño de ocho años desapareció hacía mal tiempo. Era 27 de febrero y no tenía colegio por el puente del Día de Andalucía. Le tocaba estar con su padre, Ángel, quien siempre que tenía algún hueco se lo llevaba a la casa de la abuela, donde el niño no paraba quieto con la pelota o algún juego de mesa. Esa mañana desayunó con ella y con Ana Julia, la pareja de su padre, quien le vistió con un pantalón negro de chándal con tres bandas blancas y una chaqueta roja con capucha. Minutos después le advirtió de que si alguien le llamaba desde un coche o le incitaba a ir a algún sitio, no fuera.

Así que terminó de arreglarse, cogió un par de juegos y, corriendo, se plantó en casa de Rosa y Antonio. Allí le esperaban sus dos nietos a pie de calle. Le dijeron que se diese prisa, que estaba empezando a llover y que no podían mojarse. Casi sin recuperar la respiración, se tiraron al suelo del rellano a jugar y se olvidaron del frío que hacía. «Cuando el niño no estaba con su madre, Patricia, se venía para acá. Era muy feliz, se pasaba todo el día en la calle, se juntaba con los demás vecinos y disfrutaba con cualquier cosa», explica a LA RAZÓN Rosa, a la que conforme avanza la conversación más le cuesta hablar. «Perdón, se me mete el sentimiento en la garganta y me quedo sin voz». La última vez que estuvo con Gabriel fue el día que Ana Julia se lo llevó a la finca de Rodalquilar, le dio un golpe con el mango de un hacha y lo asfixió. Lo recuerda perfectamente. Cuenta que mientras ella limpiaba, los niños montaban un puzle y su marido, Antonio, daba de comer a las gallinas que tienen en un cobertizo anejo a su vivienda. La mañana transcurría tranquila. «En este pueblo se vive de otra forma: todos nos conocemos, compartimos lo que nos pasa y nos ayudamos los unos a los otros». Por eso, esa mañana Gabriel estuvo danzando por su casa; por eso, su abuela estaba tranquila; por eso, nadie sospechaba que pudiera pasar algo.

Rosa no puede olvidar la última anécdota que vivieron juntos: mientras estaba fregando el suelo del salón, el niño se metió corriendo y, tras él, sus dos amigos. «Ay Rosita, perdóname», reía Gabriel. «Me ha dicho tu nieto que tenías una cosa aquí y quería verla, pero mejor volvemos al rellano». Ninguno pudo aguantar la carcajada mientras los tres salían de puntillas.

Bajando el escalón de la entrada y atravesando la cancela de hierro, hay una calle de poco más de 100 metros. Por ahí no circulan los coches, por lo que los familiares están tranquilos si los críos juegan allí.

La casa de Antonio y Rosa es el punto de encuentro del pueblo. Cada día, estos abuelos reciben el pan de todos los vecinos y a lo largo del día se acercan hasta allí para recogerlo. Es un punto cercano a todos y facilita mucho el trabajo del panadero. Ese día 27, sobre las 12 del mediodía, Rosa le dijo al hijo de Patricia y Ángel: «Toma Gabriel, llévale a tu abuela su barra, corre». A lo que el niño le contestó: «No, hombre, Rosita. Yo he venido a jugar con los primos. Luego se la llevo». Para convencerlo, le dijo que le acompañarían sus nietos y que, después de comer, podía volver a jugar con ellos. Así aceptó. Los tres corrieron a casa de Puri Carmen que les esperaba junto a Ana Julia. Gabriel se quedó ya allí y los primos volvieron a los pocos minutos. Todos con la intención de verle aparecer, de nuevo, después de comer.

Nunca más volvieron a saber de él. «El chiquillo era muy responsable, un caramelo. No podemos creer todo lo que ha pasado», dice con rabia Antonio. «Estaba muy bien educado. Nosotros tenemos clarísimo que si se le decía que no pasase de un punto, él no lo hacía. Por eso nos extrañó tanto su desaparición», añade una afectada Rosa. Ambos, desde el primer momento, fueron en su busca. La primera noche, recuerdan, fue la peor de todas. «Teníamos mucho miedo. Nos reunimos los vecinos y empezamos a caminar por el campo. Estábamos quemados, pero nos negábamos a aceptar lo que estaba pasando». Ese era el primer día de los 12 en los que la familia y amigos vivieron con la tensión, el dolor y la incertidumbre de saber el paradero de Gabriel. Desde ese momento, las movilizaciones de profesionales y voluntarios fueron masivas.

Compras en Campohermoso

Nada más llegar a casa de la abuela, Ana Julia se llevó a Puri y a Gabriel de compras por Campohermoso, una localidad situada a 15 minutos en coche y donde pasaron el resto de la mañana. Allí se entretuvieron algo más de lo normal y retrasaron la hora de la comida hasta las 15:00. Cuando terminaron, la abuela le dijo al nieto que aún no fuese a casa de Rosa, era muy pronto y, lo más probable, era que estuvieran descansado. Entonces, se cogió un juego, se salió a la puerta de la casa e intentó matar el tiempo. Pero, a los pocos minutos, se levantó, recogió y le dijo: «Abuela, me voy ya que me están esperando». A regañadientes, le dejó. Salió y se dispuso a recorrer los escasos 100 metros, pero nunca llegó. «Nosotros estábamos aquí esperándole para merendar», recuerda Rosa. «No venía. Creímos que estaría entretenido con la familia».

Por la tarde, algunas vecinas fueron a preguntarles si «el niño de la Puri» estaba con ellos. Les dijeron que no, pero también que no se preocupasen pues lo más seguro era que estuviese en casa de algún vecino. «Aquí tiene muchos amigos y es lo más normal». Pasaban las horas y no aparecía, nadie le había visto y la desesperación empezaba a tomar las calles de Las Hortichuelas. Lo que pasó después se ha ido conociendo gracias a la labor de los agentes de la Guardia Civil. «No podemos creer que no le volvamos a ver correteando por nuestra casa, riéndose de todo». Al menos, les quedarán esas últimas horas en las que lo más importante para Gabriel fue disfrutar de la vida. «Para mis nietos, los juegos ya no volverán a ser iguales». De hecho, el columpio hoy se mueve de forma diferente. Pesa, incluso agota verlo parado. Gabriel ya no está y sin él, el leve silbido ya no tiene el mismo sentido.

Los niños se movían con libertad, «parecía una guardería»

Para evitar que ninguno de los niños se aleje más de la cuenta, la tía abuela de Gabriel puso una cuerda al final de la vía para indicarles que «no pueden ir más allá. Y si se les escapa la pelota tienen que avisarnos a Antonio o a mí», dice Rosa. Los pequeños siempre lo cumplieron a raja tabla. Incluso, solicitaron al Ayuntamiento de Níjar que les pusiera un espejo en la última farola para controlar el paso de vehículos. En verano, por ejemplo, sacaban unas piscinas inflables ; en invierno, unas colchonetas y camas elásticas para saltar. «Esto parecía una guardería», sostiene Antonio. «Pero, sin duda, era lo mejor que nos podía pasar. Nos daba vida».