Cristina ha tenido que adaptar su casa para poder vivir sin tóxicos / Fotos: Wellington dos Santos

Vivir con sensibilidad química: “Oler un jabón es morirme”

A Cristina le diagnosticaron sensibilidad química a los 29 años. Desde entonces, sueña con volver a trabajar, viajar e ir a acontecimientos familiares. La enfermedad le obliga a estar en su casa, pues cualquier sustancia tóxica puede acabar con su vida: «Al principio, mi mayor expectativa era levantarme»

Los ojos de Cristina son dos faros de luz: a veces, proyectan el miedo más atroz; otras, el entusiasmo más candoroso. Durante nueve largos años, han visto a algunos amigos alejarse, a familiares pasarlo mal. Pero también han reconocido esa sonrisilla nerviosa de quien reaparece tras mucho tiempo, de quien se reencuentra con la chica de siempre. Son su alma hecha mirada y, aunque sus planes de vida se frustraran con tan solo 29 primaveras, su luz nunca ha terminado de apagarse. De hecho, hoy brillan con toda la fuerza. La sensibilidad química múltiple le ha dado una tregua y, si bien tiene que llevar puesta todo el día su mascarilla para no intoxicarse, un cierto optimismo enrojece sus carrillos.

«Al principio, mi mayor expectativa era levantarme al día siguiente. Ahora, he comenzado a notar cierta mejoría», asegura esta joven que, en el momento en que su vida frenó de golpe, acababa de casarse y trabajaba de periodista. Todo era completamente normal hasta que un día, tras unas obras en la oficina, una cola de contacto desencadenó una reacción que no pudo controlar. Le diagnosticaron una traquítis alérgica y lo que iban a ser 15 días de baja se convirtieron en un largo periplo por médicos que no sabían lo que tenía y dudaban de su relato. «Este proceso yo lo defino como estar en un coma del que, de repente, despiertas. Lo más duro es darte cuenta de que todos esos años han pasado y que la gente ha seguido con su vida. Te limitas a ser un mero espectador de ésta».

En tres meses, esta chica de ahora 38 años desarrolló problemas digestivos, bajó 17 kilos y perdió el sentido de la orientación. Poco o nada podía salir de su casa. «Se me agudizó el olfato muchísimo: puedo percibir suavizantes y colonias a bastante distancia. Me entran por la nariz y me revientan hasta tal punto que, en la peor fase, me dejaban inconsciente. Oler un jabón es morirme».

La sensibilidad química es una enfermedad adquirida, crónica y no psicológica, que provoca una pérdida de tolerancia extrema a compuestos no relacionados, tan habituales e innecesarios como los ambientadores, el maquillaje o la tinta de los libros. «Iba de hospital en hospital y en todos me decían que estaba bien, pero cada día me encontraba peor. Llegué a pensar que estaba obsesionada y que me lo generaba a mí misma. Me hacían miles de pruebas y ninguna salía mal». Así, le recetaban corticoides, pero empeoraba por días. No sabía lo que tenía, le costaba que entendiesen su dolor y muy pocos la ayudaron.

En la actualidad, hay más de 100.000 sustancias químicas utilizadas en la industria y presentes en todo tipo de productos. Parece complicado escapar de la presencia de detergentes, desodorantes, insecticidas, aditivos alimentarios y otros tantos tóxicos omnipresentes en cualquier rutina. Eso llevó a Cristina a un estado de frustración extremo, en el que solo quería aislarse del mundo. «Vives como si tuvieras una gripe de 40 grados de fiebre. Lo único que te apetece es estar metido en la cama, que nadie te moleste y que te dejen en paz. Tienes el cuerpo tan destrozado que no eres consciente del tiempo que pasa».

Por eso, cuando pudo ponerle nombre a lo que le pasaba se sintió algo más aliviada. «Fue gracias a un periódico. En él, contaban la historia de una chica que tenía los mismos síntomas que yo. Ella fue la que me puso en contacto con un toxicólogo», reconoce, desde Valladolid. Gracias a este descubrimiento, averiguó que sus canales de desintoxicación están bloqueados. «Me tranquilizó bastante, pero también fui consciente de todo lo que se me venía encima: mi círculo social se hacía cada vez más pequeño y sufría por todo». Sin embargo, lo peor fue aceptar que nunca se curará, que los dolores se sucederán y que su entorno tendría que cambiar por su bien. De lo contrario, persistirían las náuseas, los mareos, la tos, la artritis, la arritmia, la ansiedad...

«Lo único bueno de todo esto es que mis reacciones son físicas. Eso le permite entender a la gente lo que me pasa. Valorar el cansancio o el dolor es muy subjetivo», afirma esta periodista que, últimamente, ha experimentado cambios en sus reacciones. «Esta semana, cuando me he expuesto a algún tóxico, me ha sangrado la boca y se me han reventado los vasos capilares de la pierna. Esas son las señales de que me estoy envenenando y tengo que parar».

Lo primero, un control ambiental

Por el momento, Cristina ha conseguido que sus crisis sean más cortas y su cuerpo resista más. Antes, el simple hecho de acudir a urgencias para que le suministrasen un suero suponía estar encamada entre 30 y 45 días. Solo por eso, puede sentirse orgullosa. «Lo estoy. Poco a poco, he conseguido salir a la calle sin desmayarme, volver a casa, tener solo un poquito de fiebre y al día siguiente poder levantarme. Eso era impensable hace unos meses». En cierto modo, esta mejora ha sido gracias la atención que ha recibido en la Fundación Alborada, especializada en medicina ambiental. Allí llegó en 2012, sin poder comer nada y con el cuerpo abatido. Ya conocía lo que tenía, pero hasta ese momento nadie le había tratado con precisión.

«Nuestro principal objetivo es ayudarles a realizar un correcto control ambiental», asegura Pilar Muñoz-Calero, presidenta de la Fundación. «Se trata de eliminar o reducir la cantidad de tóxicos que existen a su alrededor». Así, Cristina ha acabado con cualquier producto de limpieza, las cortinas, las persianas, los cuadros... todo aquello que puede causarle una nueva crisis. «Es complicado, sobre todo, por la persona que vive contigo. Mi pareja, cuando llega de trabajar, tiene que cambiarse rápido porque el olor que trae impregnado me machaca».

Una vez conseguido, se realizarán análisis para conocer la carga tóxica en su cuerpo y estudiar las reacciones de híper sensibilidad. También, se comenzará a reponer los nutrientes deficitarios. «Estos son cofactores que ayudan a muchos procesos metabólicos, entre ellos desintoxicar», explica Muñoz-Calero. «Si no los tenemos, se desarrolla la enfermedad». Su paciente, en ese sentido, ha tenido que cambiar radicalmente su alimentación. Cuando llegó a Alborada, comía tan solo dos alimentos que, además, no toleraba bien. Hoy, ya puede permitirse hasta 25. «Estos días han sido fastidiosos: el kilo y medio que había ganado en cuatro meses, los he perdido en dos días. Son muchos altibajos, pero hay que sacar fuerzas siempre».

«Sueño con volver a trabajar»

La voz de Cristina tiene las grietas de quien ha madurado rápido, de quien ha perdido una buena parte de sus expectativas y las ha rellenado con dosis de decepción. Pero aún así, suena optimista. «Siempre lo he dicho: esto es una lucha de la mente con el cuerpo. El día que pueda con él, no sé que será de mí», añade entre risas, antes de recalcar la suerte que en todo momento le ha acompañado. «Parece ironía, pero es así. Tengo reconocida la incapacidad absoluta por accidente laboral. La mayoría de las personas con sensibilidad química no». Según relata, a día de hoy, el 99% de las incapacidades por esta enfermedad se deniegan, «lo que empeora mucho más nuestro estado».

Y, a pesar de ello, sonríe. Y sueña. Y disfruta. La enfermedad ha mermado sus fuerzas, pero nunca su capacidad de ilusionarse. «Aunque, a veces, se me olviden las cosas o me sienta perdida», bromea.

- ¿Qué echa más de menos?

- Todo. Hoy sueño con volver a trabajar, con viajar, con ir a acontecimientos familiares... La primera vez que me pude sentar en una terraza, quitarme la mascarilla y tomarme un café con mis amigas lloré como si no me quedara vida.