Barcelona
Josefina Castellví: «Hacer ciencia no es encerrarse con un microscopio»
Oceanógrafa especializada en biología marina
No he tenido ocasión de conocer personalmente a la prestigiosa investigadora catalana Josefina Castellví. Ella está en Barcelona y yo en Madrid. Nos separan unos cuantos kilómetros. Muy pocos, en realidad, comparados con los que Josefina, «Pepita» para los amigos, ha recorrido en su vida. Muchos imaginarán que esta mujer, a sus 78 años, por muy oceanógrafa especializada en biología marina que sea y por mucho que en 1984 fuera la primera mujer directora de una base científica en la Antártida, estará sentada junto a una mesa camilla, al calor del brasero. Pero no. Cuando la llamo a su móvil la encuentro conduciendo rumbo al Pirineo. «Estoy a seis bajo cero –me dice–y frente a mí tengo una cadena montañosa absolutamente blanca... Ya ves, mantengo mis aficiones antárticas intactas». No lo dudaba. Sobre todo porque casi acaba de llegar de la propia Antártida, a donde regresó de la mano del cineasta Albert Solé dieciocho años después de abandonarla. «En 2011, Albert vino a verme para hablar sobre la Antártida. Hablamos todo un año, hasta que un día me propuso hacer un documental. Me lo pensé mucho, pero al final accedí porque había dos contingentes que me hacía gracia poder lograr. El primero era hacer un homenaje al que fue el ideólogo de estos trabajos antárticos, que es el profesor Antonio Ballester, y el segundo, poder ensayar este procedimiento de documental como divulgación científica. Es importante que los jóvenes se den cuenta de que hacer ciencia e investigación no implica encerrarse frente al microscopio ni es aburrido, sino que facilita una vida muy bonita y muy libre de ejecución».
Volver a la Antártida ha sido muy emocionante para Pepita. «Los recuerdos del hielo», que es el título del documental recién estrenado, nunca se fueron de su memoria, pero reencontrarse con ellos in situ ha sido toda una experiencia. «La entrada a la Antártida por el Drake, que es la unión del Pacífico con el Atlántico, donde se producen una serie de corrientes turbulentas y es el mar más tempestuoso del planeta, es muy impactante. El barco se coge en Punta Arenas o en Ushuaia, dependiendo de cómo se haya hecho el viaje, pero en cualquier caso hay cuatro días de navegación. Este año, cuando fuimos para rodar las imágenes del documental, navegamos con olas de nueve metros de altura. Te aseguro que se hacen largos esos días en esas condiciones». Puedo imaginarlo. Y ni siquiera sé si lo resistiría. Si me atrevería. Si me merecería la pena... «Claro que sí. Es magnífica esa entrada, porque luego, cuando ya entras al sur y estás al socaire de las islas Shetlands del sur, que es todo un archipiélago que hace un arco, la fortaleza de las olas suele descender y aparece el hielo».
Le preguntó cómo es, qué se siente al ver a un gigante congelado y poderoso frente a uno. «La primera visión de un iceberg no se olvida jamás en la vida. Son unos gigantes preciosos, de formas maravillosas. Se dice que el hielo es blanco, pero es cualquier cosa menos blanco. Tiene unas tonalidades de azul preciosas. Y luego, cuando baja el sol en el horizonte, se irisa bien de colores naranjas, rosados... Es bellísimo el hielo ártico». Se le nota la pasión por el hielo, por esa Antártida que fue su vida durante los diez años en los que vivió rodeada de hombres de día y de noche: «Pero prefería el suelo del laboratorio en mi saco de dormir a compartir el dormitorio con ellos y sus ronquidos. Necesitaba descansar bien porque el trabajo era duro». Tal vez era la única diferencia de Josefina con sus once «masculinos», empeñados, como ella, en sacar adelante el proyecto del profesor Antonio Ballester, quien logró poner la base en la Antártida tras pelearse con los ministros de entonces, que no los apoyaron hasta que se dieron cuenta de que, para poder adherirse al tratado Antártico, necesitaban los resultados científicos de campañas realizadas allí. «Sin embargo, en cuanto se ratificó el tratado, el Ministerio de Exteriores, que ya tenía lo que quería, se desentendió de nosotros. Fue muy duro porque eso pasó al poco de que el profesor Ballester tuviera un derrame cerebral muy grave que le dejó con secuelas que todavía hoy, a los 93 años, padece. En muy poco tiempo nos quedamos sin líder, sin presupuesto y con el desacuerdo de todos de que aquello continuara». Pese a todo, a Josefina le ofrecieron la coordinación del proyecto y aún sabiendo, inconscientemente, que era demasiada responsabilidad, aceptó porque no le quedaba otra y porque «no podía soportar abandonar la lucha de tantos años por pura comodidad».
Ahora, desde su atalaya de edad, rememora aquellos días y responde a mi curiosidad sobre sus descubrimientos en los hielos: «La Antártida es un laboratorio natural excepcional. Tiene cuatro mil metros de espesor de hielo. Esto supone la nieve que ha caído sobre el continente antártico durante millones de años. En esos hielos de cuatro mil metros, se encuentra inscrito todo el pasado del planeta Tierra. Ahora hablamos constantemente del cambio climático y se ha descubierto que los cambios climáticos son normales y que la tierra ha sufrido miles de ellos. Si quieres adaptar la flora y la fauna al hielo no puedes hacerlo más que allí, por muy duro que sea vivir en la Antártida y llevarte tu casa y tu alimento a la nada. La Antártida te enseña esto y cincuenta mil cosas más».
Personal e intransferible
Josefina Castellví, que acaba de recibir el Premio Nacional de Cultura de Cataluña, nació en Barcelona en 1935. Nunca se casó, ni tuvo hijos, tal vez porque le gusta mucho la soledad. Se siente especialmente orgullosa de sus diez años en la Antártida y, aunque se arrepiente de muchas cosas, «creo que volvería a caer en ellas, porque siempre las hice pensando que obraba bien». A una isla desierta se llevaría... «¡si te digo lo que me he llegado a llevar a la Antártida! Pero no, no me hace falta nada. Me entretengo con lo que sea». Ella, que se reconoce manías pero dice no recordarlas, olvida su «adicción» a la manicura y la pedicura: «Era lo primero que hacía en cuanto llegaba al Cono Sur americano». Ahora, que tras la jubilación se ha dedicado a viajar, a la jardinería y al encaje, dice que ya no le quedan sueños, que el único era ir a la Antártida y ya se ha despedido de ella. Dice también que «me gustaría que me dejaran en paz. Tengo una vida demasiado agitada para lo que yo quisiera; pero lo entiendo y procuro colaborar en esta agitación». Y está claro que mucha tranquilidad no ha tenido.
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