Teología

La Revolución Francesa y el Sagrado Corazón de Jesús (I)

Juan Pablo II decía que Dios es el «Señor de la Historia». No escapa a su conocimiento ni lo más insignificante que nos pasa en la vida

Aparición del Corazón de Cristo a Santa Margarita María de Alacoque.
Aparición del Corazón de Cristo a Santa Margarita María de Alacoque.LR

Introducción: sin entrar en profundidades filosóficas y teológicas, podemos definir la Teología de la Historia como la disciplina que estudia la presencia de Dios en los múltiples y diversos acontecimientos que conforman la Historia. Puede analizarse a diferente nivel: geográfico (mundial, continental, nacional…) y también temporal (para un largo periodo de tiempo, siglos, décadas, o tan solo algunos años).

De manera especial, esa presencia de Dios se manifiesta de forma visible mediante providenciales «coincidencias» en momentos en que los acontecimientos, por su transcendencia, aparecen como un parteaguas de la Historia, como un cambio de rasante en su camino a través del tiempo, señalando un antes y un después en él.

San Juan Pablo II, gran conocedor de esta disciplina, gustaba referirse a Jesucristo como «el Señor de la Historia» que, «juntamente con el hombre y respetando su libertad, la construye».

El estudio de la Teología de la Historia parte de la premisa básica de lo que Jesucristo dijo a sus discípulos, y que está recogido en los Evangelios de Lucas 12,7 y Mateo 10,30: «No tengáis miedo […], hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados […]; «no se cae ninguno sin que mi Padre lo permita».

Esas afirmaciones quieren expresar que no escapa del conocimiento y control de Dios hasta lo más insignificante de lo que nos sucede en la vida, y ¿hay algo menos importante que saber exactamente cuántos pelos tenemos, o que perdamos uno de ellos? También en una parábola del Evangelio, el Señor habla de «las aves del cielo que no siembran, ni cosechan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?».

Y es que, a diferencia de otras divinidades y deidades paganas que pareciera hubieran creado el mundo y luego permanecen como espectadoras de la suerte que afecta a sus moradores, el Dios de los cristianos es providente. No actúa cual un gran relojero que se limitara a activar el tiempo del universo creado, o un arquitecto que construye un gran edificio y luego se desentiende de él para encargar a otros su mantenimiento y conservación.

Providencia divina

Ser providente deriva de la Providencia con la que gobierna el mundo creado por Él, y significa que Dios conoce todas las cosas y las provee de antemano. Pero el concepto de «Providencia divina» ocasiona no pocas dificultades de aceptación, muy en especial ante la evidencia de la existencia en el mundo del mal, el dolor y la injusticia. Para algunos «teólogos» también resulta difícil aceptar la compatibilidad de la omnipotencia de Dios y el cumplimiento de sus providenciales designios, con el respeto por la libertad con que dotó al hombre.

Para superar estas objeciones se han escrito muchos tratados que culminan en la «Summa Teológica» de santo Tomás de Aquino. Una sencilla premisa ayuda a superar esa aparente contradicción: Dios está fuera del tiempo. El tiempo fue creado al dar comienzo la creación. Las categorías temporales de pasado, presente y futuro no existen para Él, que se encuentra en un «continuo presente» o un «continuo presente sin fin». Desde ese «eterno presente» conoce el uso que el hombre –«varón y mujer los creó»– va a hacer de su libertad y, con su capacidad creadora, desde la eternidad pudo pensar y crear los seres humanos y los elementos de la naturaleza que, evolucionando según la Ley Natural establecida por Él, cumplen los inescrutables designios de su Providencia con respeto pleno a la libertad humana.

Por otro lado, la respuesta del problema de la existencia del mal en el mundo, siendo así que «Dios es Amor», un Padre bueno, requiere de un acto de humildad. Este se basa en reconocer que nuestra razón, aún iluminada por la fe, no siempre puede discernir con precisión cómo ensamblar los dos extremos de la cadena que, en una extremidad reconoce la verdad de la libertad del hombre y, en la otra, afirma la omnipotencia y bondad de Dios.

La formulación teológica de la respuesta establece que Dios, en sus inescrutables designios, decidió que entre impedir el mal o permitirlo. Era mejor esto último, pero siempre para «sacar un bien mayor de él».

Todo hombre tiene experiencia de ello en la vida cotidiana en forma de problemas, enfermedades, desgracias familiares o dificultades, que, en no pocas ocasiones, le llevan a comprobar a posteriori que le causaron realmente un bien. Lo mismo sucede a nivel general, captado y registrado por la sabiduría popular en el refrán de que «no hay mal que por bien no venga».

Por último, es preciso recordar que no es posible entender la Providencia y su influencia sin asumir que nuestros actos y conductas en esta vida terrenal y limitada son la oportunidad que se nos otorga para ganar la vida eterna tras la resurrección.

En efecto, como bien señala san Pablo en su Carta a los Corintios, 15: «Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe», y entonces «comamos y bebamos, que mañana moriremos». La Cruz acompaña al hombre en su caminar por esta vida terrenal.

"Hechos que no son meras coincidencias"

Para fortalecer todas estas verdades, en extraordinarias coyunturas para la humanidad Dios –que aparenta querer permanecer discretamente al margen de lo que sucede– quiere manifestarse, pero no mediante revelaciones a una o varias personas –con frecuencia a niños, que son sus criaturas predilectas–, sino por medio de «hechos que no son meras coincidencias». Hechos que solo Él puede realizar como Señor de la Historia y, por tanto, del tiempo y de la cronología.

Dos de esos momentos de clara intervención de Dios en la Historia son la Revolución Francesa y la Revolución Bolchevique, en los que pareciera que quiso dejar su firma para ratificar que lo que sucedió en esos tiempos de tribulación, no se escapó de sus manos. Y esto es lo que, en definitiva, el Padre de esta disciplina, san Agustín, estableció en su gran obra «De civitate Dei: el sentido cristiano de la Historia».

Con esta sencilla introducción a la materia, aplicamos estas consideraciones referidas a la primera de esas dos extraordinarias coyunturas. Se considera, y con razón, a la salesa santa Margarita María de Alacoque como la gran apóstol del Sagrado Corazón de Jesús por las revelaciones recibidas de Él en Paray-Le-Monial, en la Borgoña francesa, desde el 27 de diciembre de 1673, fiesta de San Juan Evangelista, hasta su fallecimiento en 1690. Pero bastante antes, en el siglo XIII, una religiosa alemana benedictina, santa Gertrudis, ya había tenido una gran comunicación mística con el SCJ.

En una de ellas, «coincidiendo» con la fiesta de San Juan Evangelista, el Señor le permitió recostar la cabeza sobre Su pecho, al igual que lo había hecho este apóstol en la Última Cena. Al oír los latidos de Su Corazón, le preguntó a san Juan presente en la escena, si él también los escuchó aquella noche, y si así había sido, por qué no había narrado semejante maravilla en su Evangelio. Juan le contestó que el Señor le dijo que no contara nada todavía, porque el tiempo para hacerlo sería cuando los corazones de los hombres se hubieran enfriado y deberían ser caldeados con el fuego del Amor de su Corazón.

Cisma protestante y Renacimiento

Ese tiempo llegaría en el siglo XVII. Tras el final de la Cristiandad, con el cisma protestante y la transición al Renacimiento, se alumbrará el racionalismo cartesiano, en el que lo sobrenatural quedará sometido a la razón. De una sociedad teocéntrica se dará paso a una antropocéntrica, con el hombre desplazando a Dios como centro de toda la creación. El Jansenismo, con su concepto de Dios como un Padre justiciero, será la herejía que hará realidad y dará cumplimiento a la revelación de santa Gertrudis.

Volviendo a las revelaciones recibidas por santa Margarita María de Alacoque, es de destacar la locución recibida el 17 de junio de 1689, en la que el Señor le pidió que trasladara al Rey de Francia Luis XIV («El Rey Sol») su deseo de que éste se consagrara a su Sagrado Corazón y colocara esa imagen en la bandera del reino, asegurándole en contraprestación la protección y la bendición en sus empresas.

Sin perjuicio de desarrollar con más detenimiento las numerosas y llamativas «coincidencias» producidas, baste ahora anticipar que ni Luis XIV, ni Luis XV, ni Luis XVI harán la consagración solicitada, y justo el mismo día 100 años después, el 17 de junio de 1789, caerá la monarquía absoluta en Francia y se desencadenará la Revolución. «El Señor de la Historia». (Continuará).