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Opinión

La sociedad del cansancio

Fracasar, perder el tiempo, procesar los duelos, improvisar, genera frustración y mala conciencia

Niños en la India JAGADEESH NVEFE

–¿Cómo andas?

–Uff, hecha polvo, cansadísima.

«Necesito vacaciones», «estoy extenuado», «no puedo más», las conversaciones se suceden en escaleras, máquinas de café, ascensores, es multitud la gente que reconoce un agotamiento grande, sin origen médico. El ocio, sin embargo, no falta (pantallas, películas y series, gimnasios). ¿Cómo es posible que estemos exhaustos cuando en la época de la revolución industrial las jornadas eran de sol a sol, sin días de asueto y en condiciones sanitarias lamentables? ¿No hemos prosperado en las sociedades desarrolladas?

El premio Princesa de Asturias Byung-Chul Han, alemán de origen coreano, titula «La sociedad del cansancio» su más famoso ensayo, que describe el cambio de la «sociedad de la disciplina» –basada en imperativos y prohibiciones– a la de la autoexigencia. Nuestro rendimiento no responde ya a normas externas, hemos interiorizado un capataz subrepticio que nos espolea y azuza sin cesar a aprovechar minuciosamente –incluso para el ocio pautado– cada minuto disponible. Fracasar, perder el tiempo, procesar los duelos, improvisar, genera frustración y mala conciencia. La consecuencia es la extenuación, con su cohorte de depresiones, hiperactividades y patologías mentales. Gracias a los antibióticos hemos superado la época de las infecciones, la enfermedad se metamorfosea.

Curiosamente, el proceso no tiene mala imagen, de hecho se traduce en un exceso de positividad: la idea del progreso continuo, la necesidad de superación, el acicate para sobrepasar los propios límites, que se definen como teóricos y falsos, constituyen el nuevo paradigma. Entretanto desconcierta que India, los países árabes o África lidien con mayor paz circunstancias más adversas. La sonrisa, lo saben los viajeros, está a la orden del día, los niños no padecen TDH ni trastorno de la personalidad. Cada pueblo celebra el ánimo festivo como parte de la normalidad. En Nueva York, París o Madrid no se interrumpe la marcha para zambullirse en verbenas, la fiesta es un pantallazo en redes sociales o disfraz en las escuelas y, cuando la Navidad se impone, se gasta a mansalva y el estrés crece. La celebración de la vida queda asfixiada bajo la presión de las agendas.

El destierro afecta al silencio, entendido no como mera ausencia de ruido, sino como espacio interior y cauce para plantearse las preguntas de la existencia. Hemos decretado que no son precisas. Pero, desenraizadas, bullen reprimidas y se materializan como agotamiento. La queja no es buena compañera de camino, pero el diagnóstico del filósofo puede ayudar a valorar la existencia como deleite del instante en lugar de proceso de consecución de no se sabe qué zanahoria perseguida.