Sevilla

«Pali, este toro me ha matado»

Mañana, 30 de agosto, se cumple el XXX aniversario de la muerte de José Cubero «Yiyo» en la plaza de toros de Colmenar Viejo (Madrid)

José Cubero «Yiyo», tras ser corneado mortalmente por «Burlero», de la ganadería de Marcos Núñez
José Cubero «Yiyo», tras ser corneado mortalmente por «Burlero», de la ganadería de Marcos Núñezlarazon

Mañana, 30 de agosto, se cumple el XXX aniversario de la muerte de José Cubero «Yiyo» en la plaza de toros de Colmenar Viejo (Madrid)

Estas palabras se las dijo José Cubero al banderillero Pablo Saugar, «Pali», camino de la enfermería, a la que llegó sin vida. «Burlero» le había partido el corazón. «El príncipe del toreo», como lo llamó Antonio D. Olano, entró en el cartel por la vía de la sustitución. Su apoderado, el inolvidable Tomás Redondo, había recibido en la madrugada una llamada de la empresa de Colmenar Viejo para ofrecerle el puesto que dejaba libre Curro Romero. Sus compañeros de cartel fueron «Antoñete» y José Luis Palomar. Los toros pertenecían a la ganadería de Marcos Núñez. «Yiyo» no estaba toreando en las ferias importantes, pues Redondo exigía unos honorarios que consideraba que su poderdante merecía como triunfador indiscutible de Madrid en 1983. Y, de esta manera, no entró en los carteles de Fallas, ni de Sevilla.

Colmenar, en las puertas de Madrid, era una plaza ideal para reivindicarse y denunciar la injusticia que estaban cometiendo las empresas. Valiente con el tercero, un manso que creó problemas en los tres tercios, estaba dispuesto a triunfar en el sexto. La lidia de «Burlero» fue bien dirigida por el joven maestro, que vestía de azul cobalto y oro. Brillante quite por chicuelinas en los medios; rematado con una media, eterna como un lienzo de Velázquez. Rafael Atienza hizo un excelente tercio de varas. El astado de Marcos Núñez (Villamarta, encaste Núñez) era negro bragado, girón, de capa; buenas hechuras, acodado de cuerna, astifino; bravo y encastado; repetidor y codicioso. Llevaba la divisa caída. Marcado con el número 24, pesó 497 kilos. Yiyo comenzó rodilla en tierra, mostrando las credenciales de un concepto en el que se hace realidad aquello que dijo Juan Belmonte: «Se torea como se es» y se manifiesta lo que afirmó Rafael «el Gallo»: «La verdad del toreo es tener un misterio que decir... y decirlo».

La faena fue un epítome mirífico que integró, de principio a fin, a Joselito y Belmonte; a Manolete y Bienvenida; a Ordóñez y Camino; pero siendo, en todo momento, José Cubero. Sapiencia en la colocación; y exactitud en los terrenos, en las distancias, en la medida. Como si su toreo fuera la música de Bach, el piano de Chopin, la métrica de Juan Ramón, el pincel de Goya, la elegía de Lorca, la voz de Sinatra o la prosa de Umbral. Series intensas con ambas manos; tan profundas como la mirada de Marilyn Monroe o la poética de Borges. Llegando a las 180 pulsaciones del infinito; insondable y magnético como la voz de Billie Holiday en «Strange fruit» o un beso de Ava Gardner o Simone Signoret. «Son besos de Ava Gardner», poetizaba Francisco Cano «Canito».

El madrileño inmortalizó el arte de torear como Orson Welles inmortalizó el cine en «Ciudadano Kane». Cargando la suerte, parando, templando, mandando y ligando. Esculpiendo y cincelando los naturales, dando el medio pecho, con el estoque a la altura de la cadera derecha, dominando la embestida, alargándola, caligrafiándola como si hubiera querido versificar el sentimiento con un don homérico. Las tandas, reunidas, ajustadas, ceñidas, rematadas con pases de pecho para el recuadro, eran fotografías de un hombre y su destino en la infinitud de los instantes; los mismos que, tan despacio y lentos, nunca acaban cuando el tiempo es sintaxis. Molinetes y tres naturales, con la misma perfección de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en «Casablanca», como epílogo de una obra sublime. Un manantial, cristalino y puro, donde se refleja el prodigio de la fiesta más culta. El público en pie y las emociones convertidas en metáforas de Bergamín.

Yiyo entra a matar y pincha. Sin dejar que el reloj de la plaza marque el leve latido de los segundos, vuelve a ejecutar la suerte suprema. Y lo hace citando, con el toro entregado, echando la muleta abajo, como Domingo Ortega («la que de verdad mata es la izquierda»); girando, entrando con rectitud, marcando los tiempos, dejándose ver y cruzándose como narraba Corrochano. Dejó una estocada entera, hasta la mano; arriba; en todo lo alto; en la cruz. «Burlero», en su agonía, se arranca y derriba al torero, a pesar de que éste se hizo el quite. En la arena, trató de esquivar el avieso derrote y giró sobre sí mismo; mas el astado no obedeció los capotes de la cuadrilla y le metió el pitón por la axila izquierda, infiriéndole la mortal cogida y dejando aquella ilusión huérfana en la sinalefa del llanto. Pero la leyenda eternizó su nombre y lo convirtió en existencia que vuelve en sí misma. Y en literatura que siempre leeremos un 30 de agosto como una rima infinita, inextinguible; indefectiblemente, única entre el alba y la noche. Cuando el silencio ya no es el mismo. «Muerte en la tarde». Hemingway. El toreo es un hexámetro. José Cubero «Yiyo». Había atravesado las barreras creadas por los dioses. «Y esa verdad será que no hay olvido». Muy lejos quedaba la última escena de «Hamlet».