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Una isla para catapultar esclavos a América
A tres kilómetros de Dakar, Senegal, cuando la arena que arrastra el viento desde Mauritania permite ver más allá de la costa, se puede observar, flotando adormilada, la isla de Gorea. No es demasiado grande, apenas ocupa 17 hectáreas, y viéndola de reojo no supone más que una isla de tantas que rodean la tortuosa costa africana. Nadie diría que forma parte del Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Menos aún adivinaría la extraña historia que ha venido surcando este pequeño pedazo de tierra a lo largo de los últimos quinientos años. Porque si alguna mente curiosa se presentara dispuesta a visitarla, coger el ferry que cruza varias veces al día desde Dakar y pisar su tierra roja, ante sus ojos se presentaría un espectáculo de arte y color absolutamente diferente a su lóbrego pasado.
La isla ha tenido tres dueños: Portugal, Francia y, finalmente, Senegal. Durante los años de ocupación portuguesa y francesa, hasta la abolición de la esclavitud en Francia en el año 1848, esta isla era la mayor catapulta de mercancía humana que se enviaba periódicamente a las colonias americanas. Se calcula que alrededor de 20 millones de africanos fueron capturados en el área continental, enviados a la isla, guardados durante días, meses o años en las casas de esclavos en Gorea y subidos en barcos con destino al Nuevo Mundo. Claro que los números son en extremo ambiguos. Bien pudieron ser más, o menos. Aunque 20 millones es la cifra más aceptada. Aquí se hacía negocio independientemente de la nacionalidad, siempre que fuese europea. Holandeses, portugueses y españoles, ingleses y alemanes, edificaron aquí sus casas de esclavos, que en el momento de máximo apogeo esclavista de la isla llegó a contener hasta 29 de ellas.
Claro que no vamos a hablar de esta escalofriante etapa que experimentó durante dos siglos. Gorea pertenece a Senegal ahora, y Senegal ha querido transformar radicalmente la utilidad oscura de esta isla, dándole todo el color que se le arrebató durante aquellos años, dándole tanto color y tan exagerado que parece como si quisiera cubrir también su dosis de alegría por las épocas pasadas. Gorea, que fue oscuridad y terror, se ha transformado un baluarte de alegría y luz de sol.
Tierra de rastafaris
Es ahora una isla de ensueño. No por ser paradisiaca, de playas blancas y palmeras meciéndose plásticamente bajo el sol, nada de eso. Sus playas las cubren grandes piedras negras, algunos edificios siguen en ruinas. Es que en Gorea los colores se mezclan en formas que solo encontramos durante los sueños, y cuando sales de sus calles principales ocurre lo mismo que al salirte del camino de un sueño nocturno. Las esquinas estrafalarias desbordan una imaginación propia del subconsciente. Paseando por la calle principal, a los flancos se sitúan pinturas y rastafaris recostados, como soldados por la paz salvaguardando tu camino. Sus rifles son pinceles y sus uniformes los componen colorines en la ropa, gestos soñadores.
En la parte más alta de la isla, donde los franceses colocaron un serio cañón apuntando a Dakar para contener cualquier sublevación nacionalista, ahora se desperdigan pequeñas macetas con bonsáis de baobab y viejos tallando figuras de madera. Tallan una y la colocan junto al resto, tallan otra y una más. Todos los días. Solo descansan cuando el cuerpo les pide descansar. Entonces dejan el cincel a un lado y se recuestan, observando con gesto indolente a los turistas que pasean maravillados. No les importa demasiado si venden o no sus figuritas, siempre que tengan madera para hacer más. Así consiguen amontonarse las figuras en la acera, a medio camino entre pequeños museos y tiendas de souvenir, rodeando el cañón oxidado que ya tiene el morro inclinado por el peso de su edad y mensajes de paz escritos en su base.
Debajo del cañón está el antiguo cuartel subterráneo de los franceses. Aquí formaban, seguían su disciplina, patrullaban. Ahora la habita un rastafari con sus gatos, las paredes están pintadas con rostros de colores, y por cada esquina crecen plantas chiquititas que el rastafari riega con mimo todos los días. Fuera de la base se pasean cabras, ovejas, ocas, gallinas. Picotean el suelo con deliciosa torpeza. ¿Puede ser estrafalaria la palabra para definir Gorea? Puede, si uno considera los sueños como algo estrafalario. Con las casas pintadas de colores y enormes baobabs creciendo en las plazuelas de la ciudad, ensombreciendo los minúsculos bonsáis. Como padres atentos que vigilan los primeros pasos de sus criaturas.
El gurú de la lluvia
Una vez que visité la isla, ocurrió que vino en el mismo barco que yo un gurú para llamar a la lluvia que hacía meses no caía en la isla. Se armó un gran revuelo con su llegada, y prácticamente lo llevaron en volandas a la plaza donde toda la comunidad de Gorea esperaba a que obrase su milagro particular. Pero el hombre miró al cielo, sacudió la cabeza y pidió que antes de comenzar el ritual le dieran algo de comer. Trajeron comida, comida fresca para todos en la plaza, y en el rato que dura un pestañeo comenzó una fiesta de mango, arroz y pescado colocados en enormes platos. Comimos, comió el gurú y esperamos al rito. Yo imaginaba gestos elocuentes, mucho drama, cantos antiguos y que no sirviera para nada. El gurú apenas murmuró unas palabras, nada más, imperceptibles para todos los que observábamos carcomidos por la curiosidad. Luego se puso su capucha sobre la cabeza y dijo que ahora iría a descansar.
Comenzó a llover cuando su figura encorvada desapareció tras una esquina. Y no dejó de llover hasta la mañana siguiente. ¿Magia? ¿Un sueño? Gorea, nada más. Los adjetivos dependerán de quien la vaya a visitar.
Queda una casa de esclavos en la ciudad. Puedes ir a visitarla y estudiar los recintos donde guardaban a los esclavos. Entonces el sueño de Gorea torna en pesadilla, igual que los sueños saltan de lo agradable a lo aterrador con la misma facilidad que se cruza una puerta. Aquí guardaban a las mujeres, allí a los hombres, en este pequeño recinto con barrotes por ventanas a los niños. Si alguno se resistía, le metían en aquél agujero donde solo cabes sentado. A través de los barrotes puede verse el mar. Sientes en tu piel la humedad de las celdas, imaginas sin apenas esfuerzo a decenas de personas asustadas, apiñadas en pie sobre el suelo de arena. Lo que no puedes imaginar es el dolor, ni el miedo hacia ese mar calmo que antes o después los devoraba para llevarlos a su fatal destino.
Sales de la casa de esclavos (que pertenecía a un acaudalado holandés) y regresas al sueño. Un grupo de mujeres hacen grabados con cola y arena de colores. Vuelves a entrar: frío, oscuridad. Sales una última vez. Aquí corren los niños, no tienen hambre, son pura felicidad. Y este es el resumen del sueño de Gorea, mitad pesadilla, mitad magia blanca. Pero es curioso, ni una sola de sus esquinas contiene el sabor amargo de la realidad. Hasta que subes al ferry y despiertas muy despacio, de vuelta en el puerto de Dakar.
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