Viajes
Redescubre el concepto del asombro en el Templo Blanco de Chiang Rai
Uno de los complejos templarios más apasionantes de Tailandia cumple la doble función de asombrar y despojar al visitante de los deseos, en un camino plagado de simbología y detallismo.
Nos gusta asombrarnos. Es más, nos apasiona. El asombro juega una doble función al ser desenmascarado: permite descubrir nuevas facetas de nuestra amplia ignorancia sobre el mundo (lo cual siempre es reconfortante), reiterando la famosa frase de Sócrates, y cubre a su vez esa faceta recién descubierta. El asombro educa. Causa un violento impacto en nuestras mentes aturulladas por el resplandor de la hermosura y lentamente se posa en nuestro recuerdo, ya más relajado, con la suavidad del polen después de cruzar decenas de kilómetros a través del viento brusco. Sin asombro, no hay atención; sin atención, poco se aprende. Es preciso, cuando viajamos, buscar ardorosamente ese asombro que nos eduque.
Nuestro planeta maravilloso tiene miles de esquinas resguardando migajas de este asombro. Podemos encontrarlo a la sombra de catedrales centenarias, caminando sobre murallas, observando extasiados la frondosidad de la Selva Negra, en las sabanas africanas, incluso en la esquina de nuestra manzana al descubrir la amabilidad del vecino desconocido. Cuando aprendemos este arte, llega a ser sencillo asombrarse cada día. Hoy hablamos de asombro y le ponemos un nombre: el Templo Blanco, situado en Tailandia. Siendo concretos, en la ciudad de Chiang Rai.
Blanco y cristal
Asombra en primer lugar conocer que, al contrario que la mayoría de templos diseminados por el Sudeste Asiático, este fue construido en 1997. Tiene, por tanto, el equivalente a unos pocos meses en años de templo. No conseguirá alcanzar su edad adulta hasta que pasen al menos un par de siglos. Es un templo nuevo, sin un rasguño que traicione sus intenciones. Nunca ha sido saqueado por ejércitos enemigos, ni mancillado por manos blasfemas, no conoce el calor del fuego ni el sabor hosco del abandono. Brilla orgulloso porque todavía no lo han dañado.
El complejo está esculpido en el blanco más absoluto y los días que brilla soberbio el sol, se refleja en este tono, cegando al visitante. Los cristales que lo decoran y rodean intensifican esta luz y mirarlo de frente se vuelve prácticamente insoportable. Este templo joven y orgulloso parece decirnos: cuidado, recuerda qué estás mirando. Yo no soy un monumento más que capturar en tu cámara de recuerdos. Y en verdad es cierto, ya que es de los pocos templos de la zona donde no está permitido tomar fotografías en su interior, cuyas paredes se muestran delicadamente pintadas por estrafalarias figuras. Es un templo nuevo para un mundo nuevo, y donde templos antiguos muestran escenas con monstruos de piel colorada, azuzándose en violentas guerras, en el Templo Blanco se colorean figuras como Spiderman y el Pato Donald, o escenas de la Segunda Guerra Mundial. A simple vista parece una broma de mal gusto, pero reflexionándolo con detenimiento, descubrimos una jugada genial por parte de su arquitecto, Chalermchai Kositpipat. El mundo ya no lo amenazan criaturas coloradas, ni lo salvan seres mitológicos. Lo amenazan bombas apocalípticas y lo salvan figuras de esperanza.
¿Por qué el color blanco? ¿Por qué esta alta graduación en cristal? El color blanco representa la pureza de Buda, es más, cada una de las estatuas blancas en el templo representan a Buda. Y en cuanto al cristal, este simboliza la sabiduría de Buda que se considera como un luz que brilla hacia el mundo entero. El juego de simbologías y las representaciones que se encuentran en el templo alcanzan un grado superior desde que pisamos la entrada del complejo.
La travesía del Infierno
Antes de entrar en el edificio principal, el visitante debe atravesar el Infierno. Lo representan figuras incompletas, simbolizando los pecados que nos arrastran hasta él: lujuria, avaricia y los deseos. Los deseos juegan un papel crucial en la filosofía budista, es preciso desprenderse de ellos antes de alcanzar el Nirvana porque los deseos llevan a la infelicidad, a los actos malvados con tal de conseguirlos, al mal, al Infierno en definitiva. Cientos de manos blancas, ligeramente grisáceas para no confundirlas con la pureza de Buda, parecen salir del propio suelo en busca de una salvación que ya perdieron. Es habitual cruzar esta parte del templo con la cámara pegada al ojo y sin comprender qué representan estas manos suplicantes con exactitud, pero aquí entra el asombro. El aprendizaje. A veces se nos olvida que la lujuria y la avaricia no suelen ser virtudes que limpien el cuerpo.
Atravesada esta parte, el visitante cruza el puente conocido como el Ciclo del Renacimiento. Ya nos hemos sacudido los malos deseos y podemos avanzar con lentitud a la meta que nos marcará como espíritus completos. Entre las normas del templo tampoco está permitido recorrer el puente en dirección contraria, de vuelta a los malos deseos. Es casi perfecto. El visitante fluye siempre en la dirección correcta, aunque aquí no entra en juego en qué crees o dejas de creer, si en Dios, Buda o si eres ateo, apenas importa, porque independientemente de todo esto, siempre es bueno rehuir de los malos deseos.
Con la llegada al edificio principal del templo, llama especial atención la gran cantidad de triángulos huecos diseminados por todo el edificio. ¿Qué significan estos triángulos? ¿Por qué se muestran huecos? Son preguntas cuya respuesta puede asombrarnos. En la religión cristiana, el triángulo identifica el Ojo de la Providencia que todo lo ve, también la unión entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el Budismo, el triángulo representa tres puertas: el vacío, el camino y la iluminación. Un vacío absoluto y desprovisto de deseos, un camino sin marcas ni restricciones, diferente para cada individuo, y una iluminación interior a la que todo hombre debería aspirar. Las tres puertas se dirigen en una misma dirección, el hueco de ese triángulo, que resulta en el vacío del ego y la capacidad para ofrecernos al mundo de forma desinteresada.
Los cuartos de baño merecen un apartado propio
Quizás este detalle del genial arquitecto sea uno de los más asombrosos del complejo. Es el único edificio que sale del color blanco para estar pintado de un oro brillante. La simbología nos persigue hasta cuando vamos al baño, literalmente, es delicioso, un continuo asombro desde que entramos hasta que salimos de este templo (cuya entrada es gratuita para los tailandeses y cuesta un euro a los extranjeros). Este tono dorado simboliza el oro, evidentemente, que es la expresión máxima de cómo el individuo se centra en sus propios deseos y bienes materiales. Encerrado en un cubículo y desnudo de cintura para abajo, en definitiva indefenso frente a sí mismo y el mundo entero.
Cada detalle ha sido meticulosamente diseñado para transportar el cuerpo del visitante en un viaje espiritual sin precedentes. Existen dos formas de atravesar este viaje. Rápido y fotografiando cada esquina, ansiosos por visitar el templo siguiente y guardar todo lo que podamos capturar. O con lentitud premeditada, libre, sin deseos en los que perdernos. Sin deseos, asombrándonos, disfrutaremos de toda la realidad del templo. Con deseos, nos perderemos su esencia, que no es otra que la simbología de nuestra vida. Estar o no de acuerdo con esta filosofía depende de cada uno, pero no podemos dejar de sentirnos algo más livianos al abandonar el Templo Blanco, esta vez con menos deseos, aunque solo sea por haber tachado el de haberlo visitado.
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