Viajes
En España resulta sencillo distinguir una catedral de un monasterio, por norma habitual. Mientras las catedrales se yerguen sobrecargadas con un halo imponente de poder, bellamente adornadas con cientos de grabados que imitan un laberinto, los monasterios hacen gala de una deliciosa sencillez. Incluso el monasterio de San Millán de Yuso en La Rioja, tan grande como es, muestra sin dejar lugar a dudas que se trata de un edificio dedicado al retiro espiritual de sus habitantes, a la oración distante y reposada. No encontraremos casi monarcas desposándose en los monasterios, de la misma manera que no encontraríamos silenciosos monjes cubiertos con cogullas de lana basta deslizándose por los suelos de mármol de las catedrales.
Nuestras aventuras de hoy nos llevan, sin embargo, más allá de España. Disfrazados con las plumas del albatros sorteamos los controles y los confinamientos perimetrales, rozamos con la punta de las alas el mar Mediterráneo y tras una, dos, tres fuertes aletadas, comenzamos a descender hacia las Montañas de Rila, en el corazón de Bulgaria. Un destello persistente captó nuestra atención mientras volábamos.
San Iván de Rila, el primer ermitaño
Aunque los derechos administrativos del monasterio de Rila no fueron otorgados hasta mediados del siglo XII, el ideario popular asegura que la fundación del mismo se debe a San Iván de Rila, un monje ermitaño búlgaro nacido en la localidad de Skrino (región de Dupnitsa) en torno al año 876 a. C. La historia del religioso es una que debe conocerse antes de abrir los ojos y maravillarnos con su asombroso legado.
A los 25 años perdió a sus padres por alguna razón desconocida. Rodeado de un patrimonio que no le era en absoluto necesario, ya que desde niño había preferido el silencio y la abstinencia a los placeres fugaces de la vida, no tardó en entregar su herencia a los más necesitados e ingresó como monje en uno de los monasterios del Monte Ruen. Allí buscaba paz, silencio, soledad, y en su lugar se encontró rodeado de cantos solemnes y nubes asfixiantes de piadoso incienso. Debe aplaudirse a cualquier hombre que se acepte a sí mismo, y de igual manera debe reconocerse el valor de San Iván al comprender que ni siquiera la vida monacal era suficiente para acercarse a Dios de la manera que buscaba. Así abandonó su monasterio y se zambulló en las montañas, alimentándose de residuos de la naturaleza y sus rezos susurrados.
Hablamos de los primeros años del siglo X. En el territorio que hoy conforma Bulgaria todavía no había arraigado por completo el cristianismo, aun merodeaba por los bosques la espiritualidad pagana de los dioses arcaicos, y la presencia de un ermitaño, solitario, subsistiendo con nada más que hierbas silvestres y su oración, terminó por convencer a los lugareños de que se trataba de un hechicero. Derruyeron su pequeña choza, le golpearon, le ordenaron marcharse de allí bajo pena de muerte. Seis meses después de haber abandonado su monasterio, San Iván huyó de Ruen y buscó su paz ansiada en las montañas de Rila. Allí no tardó en hacerse una celebridad local. Convencidos, por fin, de sus santidad, los lugareños dispersaron el rumor de que un hombre santo habitaba en silencio las partes más impenetrables de las montañas, y el rumor, volando ágil como las golondrinas en primavera, se deslizó hasta los oídos del Zar Pedro I de Bulgaria.
El monarca y todo su su séquito se trasladaron a las montañas de Rila para conocer al hombre misterioso, a San Iván, y allí le ofreció oro, joyas y especias como muestra de admiración por su ascetismo. Como es evidente, el ermitaño rechazó los regalos, señalando que serían más útiles para gobernar un reino que para complacer a un viejo.
Respetado por los invasores otomanos
El encuentro entre San Iván y el Zar no pasó inadvertido. Comenzaron a buscar al ermitaño los hombres y mujeres más piadosos de Bulgaria, extáticos por participar en su vida asceta, y el santo, que ya debió imaginar que una existencia de silencio y meditación es prácticamente imposible en este mundo de vivos, se resignó a aceptarlos a su lado. Allí fueron testigos de sus milagros, entre ellos aquél en que curó de rabia a un pastor de la zona, y poco tiempo después decidieron levantar el que sería el primer monasterio de Rila. Con nada más que madera, como su estilo de vida exigía.
Monarcas y hombres poderosos, cuyas vidas ajetreadas no les permitían el lujo de retirarse a una vida de meditación en las montañas, quisieron contribuir en el legado del monje después de su muerte (946 d. C) y donaron riquezas, terrenos y ganados al monasterio inicial, hasta que sus dominios y el número de monjes que aguantaba se expandió tanto, que hizo falta buscar una nueva localización que pudiera abarcarlo. En el siglo XIV, pocos años antes de la invasión otomana de Bulgaria, el monasterio de Rila se trasladó desde la cueva donde había vivido San Iván hasta su localización actual en el hermoso valle del río Rilski. Además, famosos guerreros búlgaros como Hrelyo Voevoda se ofrecieron al monasterio para protegerlo de los frecuentes ataques de ladrones y malhechores.
La prueba de fuego para el monasterio vino durante la invasión otomana en 1382. El lector pensará que el puño musulmán aplastó entonces la devoción de Rila, en apariencia tan distante de su religión, y más adelante se sorprendería al conocer que el Sultán Murad I ordenó respetar el monasterio, sus habitantes y sus territorios, hasta el punto de que los más importantes representantes de la aristocracia otomana acudieron hasta aquí para presentar sus respetos a las reliquias del santo. Tras un breve periodo de violencia durante el reinado de Murad II, cuando los saqueos sí se produjeron en el monasterio, Mehmed II (conocido por ser el conquistador de Constantinopla) ordenó liberar de impuestos a los monjes y respetar sus creencias, manteniéndose esta agradable armonía hasta el fin de la ocupación otomana en 1908.
Cuna del renacimiento búlgaro
El monasterio que puede visitarse en la actualidad fue construido en 1834. El lector, perspicaz como siempre, habrá imaginado que los devaneos del tiempo y las violencias de los hombres pasaron factura al edificio original, a los edificios siguientes también, y no sería hasta entrado el siglo XIX - recordemos, todavía bajo la ocupación otomana - cuando se construyó este magnífico complejo monacal que desde 1983 forma parte del listado del Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Una perezosa serpiente de asfalto zigzaguea entre las montañas de Rila hasta llegar a la puerta misma del monasterio. Rodeada de bosques frondosos que aparecen de un verde ensordecedor durante la primavera, desnudos y altivos en los meses de otoño y de invierno, la carretera hace de preámbulo antes de alcanzar la codiciada paz del monasterio. Una paz que solo rompen los turistas más ruidosos y maleducados.
¿Qué colores puede tener la paz? ¿Qué olores corresponden al sustantivo? Olía húmedo porque ya empezaba el otoño y los árboles se estaban desnudando. Losas de mármol blanco y negro se barajan en los edificios circundantes a la iglesia principal, tonos pastel colorean esta misma; una pila de piedra vieja, la única que ha sobrevivido a múltiples incendios y pillajes en los últimos siglos, se amontona hasta conformar la torre de Hrelja. Frescos de una belleza boquiabierta adornan las cúpulas, pintados por artistas búlgaros de la talla de Zahari Zograf, muy similares a los que pueden encontrarse en las iglesias ortodoxas de Sofía. Y existe una razón que explica esta similitud: los frescos del monasterio de Rila son considerados los primeros que se pintaron durante el periodo del Renacimiento búlgaro, asentando el precedente de belleza, tonos dorados y elaboradas imágenes de santos que pueden verse a lo largo del país.
Tanta belleza, alejada de los cánones sencillos de los monasterios habituales, puede hacer pensar al visitante que este complejo debió ser una catedral antes que un monasterio. Un paseo por su museo, adornado con todo tipo de presentes de reyes cristianos y sultanes asiáticos (entre los que se incluye una cruz de 80 centímetros de madera grabado con 600 figuras religiosas, copas de oro puro y tejidos bordados con un esmero milagroso) sustentan esta idea. Incluso pueden verse las armas que utilizaron Hrelyo Voevoda y sus homónimos para defender a los monjes de los bandidos. En 1945 se calcula que las cocinas del monasterio alimentaban a 10.000 personas. Además, sus bienes llegaron a alcanzar las 1.200 ovejas, 22 cabras, 21 vacas y 30 hectáreas destinadas al cultivo.
Buscar el monasterio de Rila supone buscar la paz, los colores y los destellos de la piedad. Más allá de hermosas fotografías, o un vistazo rápido a las reliquias de San Iván, supone una oportunidad dorada para que el viajero conozca a fondo los entresijos de la Historia búlgara y, por supuesto, raspe unos centímetros sucios de su alma hasta hacerla brillar.