Viajes
Oro, oro, oro en Bulgaria
Repartido entre sus iglesias y museos, incluso en el mismo suelo de este apasionante país, se encuentran suficientes toneladas del valioso metal para asombrar a cualquier visitante
Organizar un viaje en el año 2020 se asemeja en cierta medida a un lanzamiento espacial del siglo XX. Seleccionamos la ciudad, el país, el pueblo con precisión matemática, con el mapa bien recortado como harían los viejos cartógrafos del medievo, y casi no permitimos que un solo segundo de nuestro bien planificado viaje se salga de sus casillas. No será para menos. Viajar se ha convertido en un lujo en tantos sentidos más allá de los económicos que no pensamos desaprovecharlo. Quizá ocurra que a partir de ahora nuestros viajes estarán más cerrados a los cambios de última hora, tan organizados como andarán, y podría ser que llegado el caso perdamos el sabor del riesgo que tan picante hacía un viaje, el olorcillo tostado de la aventura impremeditada, el asombro indefinible que supone toparse con un detalle que ni sabíamos que existía.
Debemos luchar con todas nuestras fuerzas por que no ocurra algo del estilo. Es imprescindible sacar al viaje de sus casillas, hacerle cosquillas, enojarlo si hace falta, torearlo con cierto desparpajo. Así, cuando viajemos a, qué se yo, Bulgaria, a su capital que es Sofía, podremos salir del sendero marcado y descubrir oro, oro, oro en cada esquina.
Oro en las iglesias
Uno de los mayores atractivos que puede aportar Bulgaria sería, sin dudarlo, su privilegiada posición como frontera entre imperios. Situada el borde del abismo que separa Europa y Asia, ha sido influenciada por la Grecia Antigua, Rusia y el Imperio Bizantino; conquistada por otomanos, mongoles y romanos. Tal batiburrillo de culturas en un mismo suelo, superpuestas las unas sobre las otras y depositando, como sedimentos deja un río, breves trazas de religión, arte y sociedades imborrables, ha convertido a Bulgaria en un país cuyo legado cultural es uno apasionante de conocer.
Se puede apreciar en sus iglesias, sobrecargadas con tantos ritos y leyendas que termina por hacerse complicado separar los unos de las otras. La Iglesia de los Siete Santos puede ser el ejemplo ideal. Lugar sagrado desde hace milenios, fue en tiempos antiguos un templo dedicado al dios helenístico Asclepio (dios de la medicina y cuyo símbolo de la serpiente surgiendo del ónfalo podemos ver en ambulancias de todo el mundo), antes de ser reconvertido en un templo cristiano en el siglo V. A partir de la invasión otomana fue transformado en mezquita y tras la expulsión de estos, un templo cristiano por segunda vez. Es un edificio sobrecargado de espiritualidad, y esta se hace patente de la forma más hermosa y física posible, en el oro que ilumina como si fueran velas cada retablo dedicado a los santos Cirilo y Metodio, el oro que sujeta las mismas velas y oculto bajo oleadas de cera, en el dorado enloquecido que pinta su cúpula con escenas religiosas.
Es el oro de las iglesias. Salimos del itinerario marcado en casa y rastreamos el valioso metal por si pudiésemos agarrarlo de alguna manera, nuestros ojos lo rastrean insaciables. Oro en las cúpulas de apariencia indestructible en la Catedral de Alexander Nevski, oscura y sobrecargada de humo e incienso en el interior; brillante, pulcra, cegadora en el exterior. Bastaría entrar y salir de este templo fantástico para entrar y salir de un mundo de luz física (en sus cúpulas) y uno de luz espiritual (en los adornos céreos del interior). Las lámparas de cuatro metros de diámetro y colocadas casi a ras de suelo brillan en dorado, y las pinturas una vez más. Bastaría rascar con una uña los frescos ennegrecidos para encontrar más detalles de este estilo, rascaríamos con la uña igual que un enajenado californiano rascaría la tierra en 1850.
Y es una iglesia tras otra. La Iglesia de San Nicolás el Milagroso, de claro estilo neorruso porque la influencia rusa en Bulgaria comenzó desde que el zar Alejandro II contribuyó en su independencia respecto al Imperio otomano, supura oro, lo suda gota a gota desde las cúpulas o su arco de entrada, de forma exquisita y tentadora en sus cruces ortodoxas. Nos arrancamos los ojos para colocarlos en forma de cuenco, bien cerca del muro, a ver si conseguimos que algunas gotas nos caigan dentro y no puedan arrebatárnoslas jamás.
Oro en los monumentos, oro en el suelo
Brilla el oro por encima de toda la ciudad. En la plaza de Atanas Burvov se eleva la estatua de Santa Sofía que diseñó Georgi Chapkanov en el año 2000, en el punto exacto donde anteriormente se había situado una gran imagen de Lenin. Cargada de simbología que remarca su fama (la corona de oro sobre su cabeza), su poder (la corona de laurel en una de sus manos) y su sabiduría (el búho posado en su brazo izquierdo), se muestra al visitante disfrazada de oro y bronce. El bronce parece desprenderse año tras año como haría la piel de una serpiente, el feo disfraz de los gusanos, dejando tras de sí un tono de oro inconfundible y brillante sobre el resto de los edificios.
Oro, oro. Nuestros labios lo musitan enfebrecidos. Se entra en el Museo Arqueológico de la ciudad - que antaño fue una mezquita -, se atraviesan sin mirar los excelentes recuerdos expuestos, se zigzaguea entre las estatuas romanas camino de la escaleras, se suben, se esquiva el brillo cegador de las copas de oro expuestas, se busca la sala del Tesoro Nacional y se respira. Oro, oro, En los pendientes, los brazaletes, las máscaras de pesadilla, las esvásticas que datan de muchos siglos antes que la profanación de Hitler, los abalorios, los grabados de santos y reyes, las joyas aplastadas y requemadas por los caprichos de la edad. Nuestros ojos zigzaguean. Ya nos pensábamos acostumbrados a este color después de contarlo en los retablos y adornos de las iglesias, pintados con una maestría envidiable, pero el ser humano es al fin y al cabo una criatura simple y no puede evitar asombrarse una vez más. Y otra, lanzando una exclamación por cada vitrina.
Este manejo del oro en Bulgaria tiene historia, es evidente. Los tracios fueron los primeros en doblegar este metal hace 4.000 años o más, dejando tras de sí un legado que a día de hoy continúan 1.500 búlgaros repartidos a lo largo del país. Donde millones de hombres perdieron la razón por su brillo, ellos resisten a cualquier tentación posible y consiguen dominarlo, tallándolo sin esfuerzo aparente. Son personas más resistentes que nosotros. Hasta 60 minas auríferas pueden encontrarse a lo largo del país y, si se cuenta con la paciencia necesaria, no resulta demasiado complicado encontrar alguna pepita en sus ríos. Para redondear los números, cabría señalar que se calcula la existencia de 13.000 toneladas de oro repartidas en el subsuelo búlgaro, el equivalente a 150.000 millones de euros. En Europa, solo Suecia tiene más yacimientos.
Para quien concierna: hay oro, oro, mucho oro en Bulgaria. Solo hará falta salirse del camino para encontrarlo.
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