Turismo
Un paseíto por El Retiro con sorpresas y pasteles
El parque más emblemático de Madrid guarda en su interior un puñado de interesantes curiosidades
Hace apenas doscientos años, los madrileños (o cualquier visitante de la capital con orígenes plebeyos) no habríamos podido entrar en el Parque del Retiro. Un guardia con gestos hoscos y agotados nos habría cortado el paso con toda la fiereza posible, indicándonos que los jardines están destinados para el disfrute exclusivo de Su Majestad y familiares. En su mano se balancearía peligrosamente un mosquetón, calzaría un gorro militar de copa alta. O, en todo caso, para los afortunados invitados de la susodicha majestad. Y así es. Resulta que desde que Felipe IV creara este magnífico rincón de naturaleza en el núcleo de Madrid, allá por el siglo XVII, hasta su catalogación como jardines municipales en 1868, su uso estaba vetado a cualquiera que no fueran el monarca y su séquito. Los de fuera, entre rencorosos y deseosos por acceder al bonito parque, llamaron “El Gallinero” a los jardines (en tono de burla, para vacilar a Felipe, es typical spanish). Felipe IV, quizá un poco enrabietado, insistió en llamarlos “Los jardines del Buen Retiro”. Pues así se llaman hoy.
Entonces somos unos privilegiados porque hoy podemos pasear por estos jardines, con tanta naturalidad como los príncipes del pasado. Los diferentes edificios y monumentos que los reyes de las dinastías Austria y Borbón ordenaron edificar entre los árboles son nuestros ahora, de los de fuera, para nuestra diversión.
Un “paseíto”
Para las criaturas de la ciudad, un paseíto por el Retiro es lo más próximo que tenemos a una ruta de montaña. Aquí encontramos diferentes animales medianamente salvajes (patos, palomas, tortugas, percas que pegan brincos graciosísimos en el estanque, algún paseante maleducado), podemos jugar a perdernos entre arbustos y árboles cuyo nombre ignoramos, palpamos el césped, respiramos un aire más limpio que ese de la calle, contamos hasta agotarnos los diferentes tonos de verde que colorean cada una de las ramas, o incluso las hojas del parque. Hacemos picnics, jugamos a ser románticos en los bancos más apartados. Pero en verdad podríamos decir que lo mejor que puede ofrecernos el Retiro, más allá de comidas y amoríos, es un buen paseo por las 118 hectáreas que le dan forma. Que se dice poco. Y que sea vigorizante, de punta a punta, hasta sentir los primeros calambres en los muslos.
Yo recomiendo pasear en busca de las estatuas. En el parque podemos encontrar decenas de fuentes y estatuas de todas las formas y fantasías posibles, allí petrificadas, esperando al visitante, y no miento si digo que algunas de las historias que las rodean son tremendamente interesantes. Por ejemplo conviene buscar la Fuente del Ángel Caído, creada en 1885 por el escultor madrileño Ricardo Bellver. Y mirar hacia arriba para escuchar el grito silencioso de Lucifer al derrumbarse, y contar los demonios que se carcajean en la base del monumento. Como dato curioso interesará saber que la estatua se sitúa a 666 metros exactos del nivel del mar. Un dato curioso y puede que un poco inquietante.
Y no es Lucifer la única criatura que pulula por el Retiro. Dice la leyenda que en los años en que los jardines servían para uso personal de los reyes, un duendecillo travieso como pocos consiguió colarse entre los barrotes de entrada y se quedó encantado con la variedad de plantas que crecían aquí. Los guardianes del Retiro lo buscaron sin éxito, y nuestro pequeño amigo solo se presentaba fugazmente a las parejas que paseaban por el lugar. En 1985 se inauguró la estatua de El Duende en su honor y ya es tradición que las parejas que busquen una relación estable acudan a él para pedirle su apoyo. Aunque, ahora bien, si buscamos apoyo a la hora de movernos por Madrid y sus callejas sinuosas, no habría un guía mejor que Benito Pérez Galdós. El genial escritor, el novelista personal de la ciudad de Madrid, descansa aquí desde que su estatua se inauguró en 1919.
Tampoco puede faltar en este recorrido de estatuas (que no son otra cosa que pastelillos de yeso y mármol) el Paseo de las Estatuas. Las esculturas de Fernando IV de León y Castilla, Sancho IV de León y Castilla, Enrique II de Castilla, García I de León, Urraca de León y Castilla, Berenguela de Castilla, Gundemaro, Carlos I de España, Carlos II de España, Ramón Berenguer IV, Chintila, Alfonso I de Aragón y Sancho IV el Bravo están allí clavadas mientras vigilan con ojo atento la Puerta de España (situada en la calle de Alfonso XII), y más nos valdrá caerles en gracia porque de lo contrario...
Un estanque muy curioso
Paseando hace pocos días con un amigo por El Retiro, nos quedamos quietos para admirar el Monumento a Alfonso XII desde el lado opuesto del estanque. Mi amigo sacó el móvil e hizo unas pocas fotos. En esto andaba cuando un grupo de franceses se nos acercaron para preguntar el nombre de este gigantesco monumento. Debieron vernos con cara de enterados. Y verán. Un madrileño nunca reconocería que no sabe cómo se llama el monumento más importante de su parque más importante, jamás admitiría algo así, igual que no reconocería que no ha probado un bocadillo de calamares en su puñetera vida. Es una cuestión de patriotismo regional. Hay cosas que los extranjeros dan por sentado (en este caso, supusieron que conocíamos el nombre del monumento) y es nuestra obligación hacer por que siga así. Creo que esto ocurre con cualquier persona en su ciudad natal. Nos nace un orgullo que tenemos dentro.
Entonces Alejandro, ni corto ni perezoso, contestó en un inglés impecable: “that´s the Throne of the King (ese es el Trono del Rey)”. No quiso decir más porque será madrileño pero desde luego que no es un mentiroso. Los francesitos se marcharon muy contentos y comentando entre ellos el empaque, el sabor a gloria, la grandiosa voluptuosidad de este nombre que llenaba la boca. Y tras buscar en Google su verdadero nombre, mi amigo invirtió la media hora siguiente a suspirar sobre lo fácil que es engañar a quien no sabe. Más tarde, casi lo hizo para justificarse, se le ocurrió pensar que en realidad podría decirse que esa estatua era el trono de un rey. A fin de cuentas, semejante muestra de poder y de riqueza lo remarcaba como una aureola, igual que los tronos, algo así.
Pero se llama el Monumento a Alfonso XII. Ahora lo sabemos. Vigila a lomos de su caballo el estanque del Retiro y de paso mantiene el ojo atento sobre Madrid entero. Es un vigilante; antes fue rey, ahora es vigilante. Y las carpas que mencioné más arriba hacen divertidas cabriolas para entretener su mirada de bronce.
Dato curioso número 268 sobre el estanque del Retiro: su habitante más famoso es la carpa Margarita, que fue hallada en 2001 durante una operación de limpieza del estanque. Pesaba 12 kilos y medía un metro de largo.
Dato curioso número 269 sobre el estanque del Retiro: la misma vez que se vació y conocimos a Margarita por primera vez, en el fondo del estanque se encontraron 192 sillas pertenecientes a los bares de alrededor, 40 barcas hundidas, tres contenedores de basura, 9 bancos de madera, 19 vallas del Ayuntamiento, 50 teléfonos móviles, una máquina expendedora de chicles, varios carros de la compra, numerosos monopatines y armas blancas, y una caja fuerte (abierta y vacía), entre otras curiosidades.
Árboles y caprichos
Aquí encontramos otros dos atractivos casi magnéticos del parque: sus árboles traídos de todo España y del mundo entero, y los diferentes caprichos que los reyes de ayer ordenaron construir, antes de ceder el terreno al pueblo. Y los árboles pueden ser peligrosos. El mismo día que andaba de paseo con mi amigo imaginativo, nos encontramos con un guardia de seguridad que acordonaba una zona del parque con ademanes muy bruscos y enfadados, y que nos dijo, del todo acalorado: “los árboles son malos, malos de verdad, de lo peor que hay”. Luego pareció pensárselo mejor y añadió: “los árboles son unos cabrones”. A mi me dio mucha pena este hombre porque me encantan los árboles y que alguien los odie me parece sacado de un villano de Disney. Pero conviene decir que el hombre tenía su parte de razón. Buenos, buenos, lo que se dice buenos, los árboles no siempre lo son. El último accidente debido al desplome de uno de los árboles del Retiro se llevó la vida de Darío, un chiquillo de cuatro años que andaba de paseo con su padre. Y esta clase de accidentes insoportables ocurren en el parque con relativa habitualidad.
Entonces podemos entender que el guardia odie a los árboles. Sus razones tendrá. Y de seguro que no serán pocas. Pero dejando de lado su faceta temible, los árboles del Retiro son de una belleza comparable con las esculturas más destacadas. Sus ramas oscilan y se retuercen, las raíces resquebrajan la calzada a milímetros. Allí están los carballos, los almendros, los sauces cenizos, los magnolios, los cedros, los abedules, los eucaliptos, los naranjos, los plátanos, los castaños, las encinas, los granados, los saúcos, los tejos, los lilos, los olmos, las palmeras, los cipreses, las secuoyas. Incluso podría encontrarse un ahuehuete que se dice que germinó en 1633 y que sobrevivió a un intento de tala por parte de los invasores franceses, cuando utilizaron el mismo parque del Retiro como base militar.
Ya solo me faltaría hablar de los distintos edificios agazapados entre los arbustos pero no creo justo adelantar tantas emociones al lector. Mejor será que los busque por sí mismo, esquivando los estanques, codeándose con los patos, oteando en busca del brillo efímero de sus cristaleras. Cuando se encuentre frente a ellos podrá imaginar cómo se sentía ser rey hace doscientos años, y a qué sabrían los pastelitos que degustaban en su retiro privilegiado.
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