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Visitamos Auvers-sur-Oise: el pueblo donde Van Gogh se suicidó

El pintor falleció el 29 de julio de 1890, en esta encantadora localidad a las afueras de París

Auvers-sur-Oise.
Auvers-sur-Oise.Alfonso Masoliver

Si Vincent Van Gogh hubiese vivido lo que cualquier mortal común, esto es, digamos, setenta y siete años en lugar de treinta y siete, entonces el mundo habría abarcado en el mismo periodo de tiempo a los geniales Salvador Dalí, Pablo Picasso y Van Gogh, y podría ser que los tres hubiesen coincidido juntos en París. Los dioses de la pintura del siglo XX habrían conocido entonces al maestro que inspiró su imaginación más desenvuelta y creo muy probable que el arte de hoy sería muy diferente a como lo conocemos. Pero el destino quiso que no fuera así. El destino se hizo físico y adquirió el aspecto del plomo, impactó con una velocidad de 340 metros por segundo en el estómago del neerlandés y ya no quiso moverse de allí. El destino se puso en marcha/ y luego se quedó estático en el pueblito francés de Auvers-sur-Oise.

Hoy podemos visitar la localidad y rastrear los últimos pasos del pintor, podemos comparar lo que vieron sus ojos con sus pinturas, y de esta manera reconocer la hipnótica diferencia entre el mundo real y el mundo de la imaginación. Podemos incluso visitar su tumba cubierta de enredaderas, aquí, en Auvers-sur-Oise.

Auvers-sur-Oise en la actualidad

No dista en más de veinte minutos en coche de las afueras de París. Paseando por las calles más modernas de la localidad encontramos a todos los inmigrantes trabajadores que no pueden permitirse un apartamento en la carísima capital francesa. Donde imaginábamos encontrar a estrambóticos imitadores de Van Gogh, sonidos vueltos color e imitaciones recreadas para los turistas, nos topamos con el mundo real que representan los esforzados tailandeses abriendo las persianas de sus negocios, subsaharianos con el gesto agotado y vestidos con el uniforme fosforito de los trabajadores de la carretera, turcos y magrebíes con los ojos afilados y la frente avispada. Supongo que este pueblo ofrece un tipo de abrigo especial para los extranjeros, un manto entretejido con casitas encantadoras que ya abrigaron hace ciento treinta años al extranjero Van Gogh.

Tumbas de los hermanos Van Gogh en Auvers-sur-Oise.
Tumbas de los hermanos Van Gogh en Auvers-sur-Oise.Alfonso Masoliver

El casco histórico se encuentra ubicado en la orilla norte del río Oise, el mismo río que pintó nuestro protagonista de hoy con el agua como deshaciéndose en virutas de polvo blanquecino. Los turistas somos caprichosos y desdeñamos la imagen de realidad que ofrece la orilla sur, rápidamente nos adentramos en la pellizca colorida del postimpresionismo y los recuerdos imaginados del pasado. Y realmente parece que hemos recorrido, no ya la veintena de metros que ocupa el puente, sino cientos de kilómetros, como un siglo entero, hemos viajado enormes zancadas en el espacio y en el tiempo cuando nos introducimos en el mundo paralizado (pero a la vez caracterizado por un movimiento permanente) de Vincent Van Gogh.

Tras los pasos de Van Gogh

Ochocientos metros separan el punto donde Van Gogh se disparó (o le dispararon, aunque todavía no hablaremos de este misterio) y la pensión donde vivía durante su estancia en Auvers-sur-Oise. Tuvo que caminar once minutos, quizás algo más por la bala alojada en sus entrañas, antes de desplomarse aliviado en su catre. Y nosotros recorremos el camino exacto con las narices pegadas al suelo, husmeando en busca de un pedacito de sangre desgraciada que haya sobrevivido a las lluvias. Sin éxito. El sentimiento más denso y penetrante de Van Gogh se ha esfumado en el cemento.

Allí está la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción iluminada por el sol otoñal, mientras aquí, en un recoveco de nuestro recuerdo, queda impreso el cuadro que pintó Van Gogh, oscuro y representado con un deje de sordidez adictiva. Por cada paso que damos los fanáticos del pintor, nos percatamos de que realmente ya conocíamos Auvers-sur-Oise, solo que conocíamos un Auvers-sur-Oise diferente, como extraído de un universo paralelo y contaminado por las aguas sucias del cerebro de Van Gogh. Las esquinas las recordábamos más elásticas de lo que son en realidad, el sol lo creíamos más… más complejo, quizá, no lo sé, más brillante pero también más cohibido después de que los dedos del artista filtrasen su luz.

La iglesia de Auvers-sur-Oise que pintó Van Gogh.
La iglesia de Auvers-sur-Oise que pintó Van Gogh.Alfonso Masoliver

Ochocientos metros que pasarán muy cerca del cementerio donde hoy están enterrados el pintor y su queridísimo hermano Theo, que falleció por una sífilis puñetera seis meses después. Y encontrar las tumbas con la intención de hacer algún tipo de gesto romántico, como quizá depositar unas flores o nuestro pincel sucio y usado, un gesto de los que nos reconfortan a nosotros todavía más que a los difuntos, como si hubiésemos conversado de alguna manera con los hermanos Van Gogh y ellos no nos hubieran visto, pero sí nos escucharon. Romantizamos. Salimos del cementerio y regresamos, adictos del sentimiento, al lugar donde se pegó el disparo, en algún punto próximo al escenario que utilizó para pintar una de sus últimas obras: Trigal con cuervos. Vemos los mismos caminos que se bifurcan en el lienzo, aunque descubrimos que en el lienzo se bifurcan más retorcidos; apretamos con la mano los restos del trigo que segaron este mismo año y nos sorprendemos porque el trigo del cuadro es más húmedo, como si el pintor pretendiera humanizarlo; y levantamos la cabeza cuando escuchamos el graznido terrible de los cuervos, a sabiendas de que esos mismos pájaros son, sin duda alguna, los descendientes directos de aquellos inmortalizados en la tela.

¿Soy el único que siente que la gravedad aumenta cuando pisamos el mismo suelo que los hombres que han moldeado nuestro pensamiento? ¿Y que la teoría de la relatividad cobra una forma física en sitios así y que el tiempo se ralentiza, convirtiéndonos a nosotros de alguna manera en jinetes estelares de la luz? O quizá desvarío. Pero es que en sitios así es importante desvariar, aunque no lleguemos al punto de cercenarnos una oreja. De momento bastará con sentir el tacto refrescante de la navaja apoyada en nuestro lóbulo izquierdo.