Viajes
Regicidios, Rubens y traumas psicodélicos en Castrojeriz
A 55 kilómetros de la capital burgalesa se encuentra uno de los pueblos castellanos con más patrimonio cultural por metro cuadrado
Cualquiera con dos dedos de frente sabría que ya ha llegado el invierno. No sabemos si será obra del cambio climático o de una máquina diabólica que utiliza el señor Putin para controlar la climatología y hacer de las suyas, no lo sabemos, lo único que sabemos es que el invierno ya ha llegado. Al viento se le cayeron los dientes de leche que llevaba en verano y comienzan a crecerle unos colmillitos finos y muy puntiagudos que nos mordisquean los tobillos y suben a zamparse las manos, nos retuercen el cuello hasta hacernos castañear los puñeteros dientes. Cuando el grajo vuela bajo hace un frío del carajo, cuando el grajo vuela en bragas hace un frío que te cagas; así lo gruñe mi abuelo cuando empiezan a temblarle los huesos. Los grajos vuelan sorteando el viento como un Indiana Jones de plumaje negro y rozan el suelo burgalés con sus patitas, recogen los tesoros de la tierra y desaparecen tras una nube. Conduciendo por la BU-400 atravesamos esa nube densa y pegajosa, desempañando el parabrisas cada pocos kilómetros. A nuestro alrededor transmutan los colores rojizos del otoño por un tono gris y reseco que caracteriza el invierno castellano.
En este escenario encontramos Castrojeriz: la loma de su castillo aparece tras la nube hecha a carboncillo, ramas rotas, grajos negros, un viento palpable y peligroso (es de esos vientos que se atrancan en los pulmones tiernos de los niños). Las autopistas están muy lejos y las grandes ciudades también. Aunque no valga la redundancia parecería que hemos retrocedido en el tiempo mientras conducíamos obcecados a por esa nube, o mejor, hemos llegado a cambiar de tiempo y ahora vivimos en un mundo donde se cumplen las predicciones de los pájaros, un mundo de brujas y de conspiraciones, un mundo tan mágico como despiadado. Un Narnia gris construido para los adultos y los degenerados.
El castillo del asesinato
Desde el terremoto de Lisboa casi son más ruinas que castillo. Enormes bloques de piedra que se desprendieron tras el temblor pueden encontrarse diseminados en torno a la estructura principal, inmóviles después del movimiento rebelde de 1755. La muralla exterior todavía se mantiene en pie aunque sea víctima de enormes bocados de lluvia, bocados del viento o bocados de un gigante, lo que sea, enormes bocados que han rebajado su altura y aportan una decrepitud indispensable a la plaza. Porque no vinimos aquí buscando un castillo como el de Mota (Medina del Campo), que parece nuevecito del buen estado en el que está, sino que necesitamos un castillo donde pueda apreciarse el castigo de las catapultas, los cañones, los hechizos y las bendiciones fallidas de clérigos guerreros. La historia del castillo de Castrojeriz no viene contárnosla un guía porque la Historia está allí a la vista, casi vive, es accesible a través de las escaleritas que nos llevan a la parte más alta de su torre del homenaje. Cada muesca en la pared es una frase que nos susurra su secreto.
La reina Leonor II de Castilla tuvo que refugiarse aquí después de jugar al juego de tronos y de perder de manera bochornosa, cuando su sobrino Pedro I (un tipo de rey apodado el Cruel por sus enemigos y que terminó su violenta vida acuchillado por su propio hermano) mandó asesinarla. Los sicarios la encontraron en Castrojeriz y dieron buena cuenta de ella. Aquí, mira, ven aquí a ver este orificio diminuto en la pared que parece hecho con un cuchillazo. ¿Será de cuando Leonor chilló por última vez? Aunque el castillo ya fue habitado por los romanos y puede que este pedacito de pared se desprendiera mucho antes, a saber cuándo se soltó, a saber el excitante por qué. En el fino pasillo de escaleras que lleva a la torre del homenaje se escucha el viento que lame, manosea, araña y copula con la piedra como abusando del derecho de pernada como si el castillo todavía fuera una doncella. Parecerá extraño pero si te sientas a escuchar te parecerá que los embistes del viento se oyen como las olas. Sube y sube y sube y coge fuerza hasta romperse como derrumbándose contra la piedra.
Patrimonio, patrimonio, patrimonio
Personalmente me sorprende que haya lugares como el Palacio Stoclet catalogados como Patrimonio de la Humanidad y que Castrojeriz no pertenezca a la lista, aunque sea pequeñito y se haya perdido en Burgos. Porque no solo cuenta con un castillo a rebosar de Historia, o sirve como punto de paso para los peregrinos de la Ruta Jacobea... Es que también podemos encontrar aquí la Iglesia de San Juan, sólida, inamovible con numerosos tapices tejidos sobre los cartones de Cornelius Schutz (discípulo de Pablo Rubens) y dominando desde su posición todo el valle de la localidad. En las cercanías, en la carretera que lleva a Hontanas uno de los edificios más estrambóticos de Burgos nos asalta desde la carretera. Y digo que nos asalta, y digo desde, porque las ruinas del convento de San Antón dibujan dos arcos perfectos que pasan sobre la carretera como bendiciendo o haciendo de portal para acceder al mundo aparte de Castrojeriz. El convento fue utilizado en el medievo para tratar a las víctimas del cornezuelo (un hongo con propiedades psicodélicas similares al LSD que aparecía en el centeno y cuyo efecto secundario consistía en la amputación de miembros enteros, manos, brazos, piernas, imagínate el espantoso colocón) pero ahora está abandonado y su visita solo es posible entre los meses de mayo y septiembre.
Hay más. En el convento de Santa Clara preparan una repostería tradicional “exquisita” y sus mostachines suponen una compra indispensable. El Museo Etnográfico nos explica los entresijos de los pobladores anteriores de la localidad. La casa de los Gutiérrez Barona, los restos del palacio de los Condes de Castro, las ruinas del monasterio de San Francisco, la muralla medieval... la densidad del valor histórico y artístico en esta localidad de apenas 800 habitantes es apabullante. Casi que lo mejor sea dormir en la Quinta San Francisco para gastar un par de días en investigar Castrojeriz y sus suculentos alrededores.
Peregrinos milenarios
A lo largo de la carretera puedes encontrarlos, contrastan bruscamente sus mochilas de colores chillones con el escenario gris. Y ver a los peregrinos caminar supone un ejercicio harto curioso porque dentro de ellos están cociéndose muchísimas emociones de todo tipo y esto podemos apreciarlo en sus rostros sonrientes que se cruzan con nosotros (como si llevaran sonriendo a solas desde hace kilómetros) o desencajados o meditabundos, cada uno haciendo balance de sus propios asuntos. Los diferentes albergues para peregrinos finiquitan el airecillo mágico de Castrojeriz. No es difícil imaginar en el arcén de la carretera a un corpulento caballero templario que pasa las noches en el castillo, como un lobo blanco, que blande con un gesto distraído su gruesa espada bañada en las aguas del Jordán. Protege a los peregrinos de personajes como nosotros, de trúhanes y bandidos al volante que se escaparon de su propia línea temporal.
Castrojeriz se trata desde hace siglos de uno de los puntos clave del Camino de Santiago francés. Los peregrinos entran con cuentagotas desde hace siglos, puede que milenios. Y resulta extraordinario que una localidad de apariencia tan lejana al resto del mundo contenga esta aportación cultural que no son edificios ni cuadros ni montañas con leyendas atrancadas en sus laderas, sino que se tratan de personas, personas comunes y corrientes que caminan con un objetivo mientras el resto del mundo se sienta en el sofá limitándose a soñar. En la Iglesia de Santo Domingo podemos encontrar la exposición permanente de IACOBEUS “Centro de interpretación del peregrino”, donde nosotros también podremos conocer la historicidad y las motivaciones de los peregrinos que han cruzado Castrojeriz durante estos últimos 1.000 años.
Y nos sorprendemos: ¿hace mil años que pasan por aquí los peregrinos y yo todavía no conozco el lugar? Y hacemos el acto de contrición: coger el coche para pasar el fin de semana en Castrojeriz.
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