Viajes
Así es Frías, la ciudad más pequeña de España
Encajonada entre las montañas de Burgos, esta localidad impacta al visitante por su sinuoso castillo y sus preciosos callejones
Esto de existir o no existir es endiabladamente relativo. Creo de verdad que las cosas (cualquier cosa, países enteros, incluso un familiar lejano) no existen del todo para nosotros hasta que oímos hablar de ellos por primera vez. Siempre estuvieron allí, flotando en una nube de materia oscura, pero para nosotros no existieron hasta ese momento mágico, cuando que nos susurraron su contraseña, su nombre. Entonces Frías no existía hasta que doblé un recodo de la carretera y su torre famosísima se estrelló con alevosía contra mis pupilas, fue muy estrepitoso. Yo cuando vi el Castillo de Frías por primera vez desde la BU-504, escuché un estruendo. Como si lo hubiese colocado un brujo renegado en su sinuoso peñón, algo así, y ese estallido fuera el abracadabra que exclamó triunfal al finalizar el hechizo.
Comer esquivando los cañonazos
Dudé si la imagen era real por unos segundos. ¿Si fuera real no habría salido en decenas de películas, libros, conversaciones de sobremesa y fotografías en las redes sociales? Luego resultó que decenas de amigos míos conocen de sobra la localidad pero para mí no existía, igual que para ti no existen Sindjan Dida o la húmeda ciudad de Luang Prabang, así de ignorante soy. Incluso consideré no parar a visitar Frías y seguir mi camino a Bilbao como si nada, así de confuso estaba cuando encontré la ciudad más pequeña de España, cuya población no alcanza los 300 habitantes. Pero resultó que era real, podía olerla, me cubría su sombra de ébano pedregoso. Aparqué el coche en el parking municipal (es gratuito) y fui a comer porque eran las cuatro de la tarde y ya era hora.Paseando por la Calle del Mercado y sin dejar de mirar al enorme castillo que se había colocado de un salto justo encima de mí, me sentí como preocupado de que me cayera un canto en la cabeza. O peor, quizás un chorro de alquitrán hirviendo.
Es que es fácil jugar a los soldados en Frías: sopla viento y hace frío durante una tarde de primavera y los minúsculos callejones están atestados de soldados. Son guerrilleros españoles armados hasta los dientes. Resulta que el castillo lo tienen secuestrado los franceses por órdenes del infame Napoleón, y la imaginación, en colaboración con la madera encalada en los muros de sus casas que sigue intacta, nos dibujan un boceto terriblemente sonoro de abril de 1810. Aquí y allá se deshacen las balas de los mosquetones, el trueno de los cañones, etc. Pero primero queremos comer.
El menú del día en el Mesón Fridas sale a doce euros si no dejas propina. La comida es sustanciosa y tradicional, es comida de héroes, y desde la terraza tienen unas vistas excelentes, casi diría que de las mejores de España. Un muro de piedras que se levanta y se levanta y se derrumba desde arriba. Todo esto parece alimento suficiente para trepar la cuesta con los hombres de Francisco Longa, el temible guerrillero, y apuñalar a dos o tres gabachos despistados antes de que se rindan. Después de comer, pagar la cuenta y sorber el café, el siguiente paso lógico a seguir es una visita de cortesía a la Oficina de Turismo.
Casas colgadas, leyendas despiadadas y un librito
Lo bueno de las oficinas de turismo es que por lo habitual nos atiende un local. Uno que se ha hecho heridas en las rodillas y que de niño construyó cabañas donde nosotros entramos pagando veinte euros, vaya listos, ellos tienen el viento impregnado en su olor corporal. Pueden ayudarnos a elegir un camino que merezca la pena. Son como guías siux porque prefieren salvar su tierra que la palma de la mano, saben buscar comida en los alrededores y subirla con esfuerzo a la mesa, y a mí eso me parece admirable. En Frías cayó que me encontré con dos mujeres encantadoras en la oficina de turismo. Me vendieron una entrada al castillo (es la mejor forma de entrar sin conquistarlo) que yo pagué con cobardía y comentamos que el pueblo era muy bonito. Luego compré un libro que me ofrecieron con pinta de interesante, fueron diez euros en total. El libro se titula Frías, la ciudad de Castilla, lo escribió Inocencio Cadiñanos Baderci en colaboración con el Ayuntamiento y en la portada aparece el castillo al timón, por encima de todos, y debajo sus no tan famosas casas colgadas.
Ah, sí, aquí deslizo un secreto útil para los amantes de la fotografía, esos ladrones de luz. Existe un rincón de España que también tiene casas colgadas que nos recuerdan a las de Cuenca pero es que encima los de Frías contratacan y como oferta te ponen el castillo. El libro también merece la pena y te informa con detalle sobre estos curiosos edificios, y cuenta una leyenda interesantísima sobre el origen del nombre de la villa.
Esta leyenda: Cuando Rodrigo, el último rey visigodo de la Península, murió derrotado y sintiéndose estúpido tras el desembarco de Tariq en Gibraltar (un engaño con un parecido descarado al de Napoleón con su excusa de Portugal), su mujer, el caso es que su mujer no vio otra que casarse con uno de los lugartenientes de confianza de Tariq. De su unión deshonrosa y desesperada nació una niñita encantadora en la ciudad fantasma de Frías. La llamaron Feriha. Pero atención ahora. Cuando años después apareció en el mapa Alfonso I de Aragón (apodado el Batallador) y tomó de vuelta la ciudad, el brutal monarca pasó a cuchillo a toda la población musulmana, a conciencia, a excepción de una jovencita. Y adivinen quien se salvó. Sí, así es, era Feriha. La misma cuyo nombre dicen que inspiró el de esta villa. A ella la tomó como concubina y se la llevó de vuelta a su castillo en Pamplona, qué tío.
El libro solo omite el detalle de que Alfonso I vivió en el siglo XI. En cuanto Feriha, si existió, si su nombre no es un vulgar hechizo desilusionador, entonces tuvo que nacer forzosamente en el siglo VIII o IX. Pero es una leyenda preciosa. Muy interesante.
El castillo
El castillo, ya llegamos. Se cruza un profundo foso, típico foso de castillo negro que querrían todos los villanos, con acantilados salientes, peñascos mortíferos, nieblas venenosas, es flexible con el viento al modo de los rascacielos modernos. La muralla todavía aguanta. Se nota la buena mano de obra. El patio de armas lo mordisquea con paciencia la maleza. Dos o tres zarzamoras, una alfombra de césped y malas hierbas…. Como son tiempos de coronavirus entonces el edificio está desierto, parece un fantasma de verdad. Solo bajan su torre dos turistas igual de maravillados que yo. Pero lo mejor es que el castillo es delicioso para un amante de los castillos. En el ala norte se obtienen unas vistas magníficas y también muy estratégicas del Valle del Ebro, en el ala sur están arrodilladas las casas de Frías y se enderezan las montañas que marcan el camino a Burgos.
Esta mole de roca estuvo en manos de las tropas carlistas durante una breve temporada y allí ocurrió de todo: el bandido carlista Ignacio Cuevillas obligó a la localidad a pagarle una cuota mensual en botellas de vino, arrancaron el año 1834 del libro del Ayuntamiento, los lugareños combatieron con ferocidad contra 25.000 hombres del ejército isabelino… cualquier heroicidad estrafalaria pudo ocurrir a mediados del siglo XIX en Frías porque los carlistas de allí no fueron, bueno, digamos que no lo hicieron muy bien con la propaganda y por aquí dicen algunos que eran unos villanos, esos carlistas, perros rabiosos.
El castillo no opina. Subir su torre parece el siguiente paso a seguir. Paso, paso, paso, paso, paso, paso, paso, paso, paso, paso, paso, paso, mucha escalera para un fumador, paso, paso, paso, paso, paso y ya estás arriba. Este espectáculo es ensordecedor. El río tatarea y las montañas gritan. El Ebro se estrecha aquí y la tierra cruje como maderos, como un gordo caminando cómicamente de puntillas. El castillo oculta al río gordinflón, le protege de las montañas plagadas de mitos terribles y eruditos resentidos en sus cuevas.
Nadie sabría decir con exactitud cuando construyeron el castillo. Las crónicas lo mencionan a partir de 1201 pero nadie se pone de acuerdo sobre qué rey o sultán o cónsul romano ordenó construirlo, por esto mismo está en el aire (figurada y literalmente), así que ya me dirás tú si ese castillo no nos lo hemos inventado. Aunque pueda tocarlo con la manos y fotografiarlo, no importa que si salto me despeño allí abajo, como has oído, y los cinco sentidos nos estorban en este castillo de Frías que podría ser pura imaginación, un paso de fe sobre el precipicio.
Al cruzar el puente que salía de camino a Burgos me sorprendió lo bonito que era y lo medieval que parecía su estructura, entonces paré el coche a un lado y busqué en mi librito quién calzones construyó ese puente con tanto empaque. Aunque nadie lo sabe con exactitud, otra vez. Aquí lo citan como un “puente medieval, paso imprescindible para salvar el Ebro en muchos kilómetros a la redonda” aunque “los vecinos lo denominan romano”. Sin embargo nadie sabe con seguridad cuando lo construyeron. Existió durante años sin que nadie supiera que estaba allí, puede que siglos, nadie se molestó en escribir sobre el puente de Frías. Y supongo que hasta que fue citado por primera vez en 1181 pues pocos sabrían que existía. Los investigadores piensan que se construyó durante la repoblación del territorio por un capricho de otro tocayo, Alfonso VIII, apodado “el de las Navas” por los historiadores amateur.
¿Y si Frías fuera hace miles de años un reducto impresionante de los celtas? ¿Y si construyó su torre una especie de Merlín asturiano, hace cientos de años? ¿Y si…? La imagen desapareció bruscamente en una esquina del retrovisor.
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