Camino
Cuaderno de viaje: de Sarria a Portomarín
La quinta jornada de mi viaje me lleva por aldeas, puentes del medievo y robledales
En Sarria, mi punto de partida para esta etapa, observo algo más de movimiento que en algunas paradas anteriores. Y es que es en este pueblo, a 100 kilómetros de Santiago, donde muchos peregrinos deciden comenzar su viaje, ya que se encuentra a la distancia mínima para ganar la Compostela.
Me preparo a primera hora de la mañana para comenzar el que es mi quinto día de viaje. Dejo atrás la iglesia parroquial de Santa Mariña y la Torre de Sarria, que forma parte de la antigua fortaleza que un día defendió el Camino de Santiago.
Una pronunciada cuesta me lleva hasta el Ponte da Áspera, una construcción medieval que cruza el río Celeiro a través de sus tres arcos. Atravieso a Rúa Maior y dejo atrás el edificio de la Prisión Preventiva, para detenerme un instante en el Mirador de la Cárcel. Allí, admiro las vistas de la villa y rodeo el crucero para seguir mi senda.
Camino en paralelo a las vías del tren durante un kilómetro, hasta cruzarlas por debajo de un viaducto. Pongo rumbo a Barbadelo, una pequeña parroquia románica y considerada Monumento Nacional desde 1976. Me huele a naturaleza, a pasado y a aventura.
Prosigo hacia Rente, pasando por Mercado da Serra, Leimán y Peruscallo y me despido del asfalto para continuar por caminos hacia Lavandeira. A continuación, llego a Brea, donde me llama la atención el falso mojón de los 100 kilómetros, en la cuneta de una carretera local que une esta localidad a Ferreiros.
Un poco más adelante encuentro el verdadero, que se encuentra en un sendero llano de asfalto y del que me llama la atención la gran cantidad de pintadas y recuerdos que lo adornan. La alegría me invade: cada vez estoy más cerca de mi destino.
Dejando a mis espaldas Morgade, entro en Ferreiro, la primera parroquia que pertenece al Concello de Paradela, después del sarriano. Allí, agradezco el camino que ya tomo en descenso y me permite, a pesar del cansancio, continuar por un camino pedregoso con el que cruzo varias aldeas de techos de pizarra.
Con un desnivel algo más pronunciado, llego al puente. Tomo la escalinata desde la carretera, con un arco del viejo puente romano, que me lleva al fin al pueblo de Portomarín. Las piernas se me quejan, pero sonrío al estar ante una villa preciosa con todo tipo de servicios que sirve de fin a los más de 22 kilómetros que ha tenido esta etapa tan especial.
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