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Objetivo La India: los detalles de Japón

Tras alcanzar Ulán Bator y dejar atrás a sus compañeros de ‘Chavalería Ligera’ (y a ‘La Merche’), el siguiente paso es llegar al país del contraste y el color

El primer paso en Japón fue en la ciudad de Tokio | A. M.
El primer paso en Japón fue en la ciudad de Tokio | A. M.larazon

Tras alcanzar Ulán Bator y dejar atrás a sus compañeros de ‘Chavalería Ligera’ (y a ‘La Merche’), el siguiente paso es llegar al país del contraste y el color

Hace calor y humedad en las islas de Japón. Ya desde el momento en que bajé del avión una capa de pringue sudorosa se adhirió a mi piel, y aquí sigue, contagiando mi ropa y barba. Por la espada resbala sudor desde el macuto, empujado a cada paso que doy. Mi primer paso en Japón fue en la ciudad de Tokio, rumbo al tren que me llevaría hacia mi hostal.

Es Tokio azul. Salpicada por las pinturas de dos artes opuestos, la ciudad me recibe con el bullicio que solo nueve millones de habitantes (uno más que Nueva York) pueden aportar, trajinando de lado a lado como abejas atareadas. El decorado son pinturas de dos artes opuestos, la del periodo Edo y el más reciente anime; en una esquina, samuráis con bocas desgarradas se abalanzan como el último acto de la muerte; la doblo, y frente a mí se alza un cartel gigantesco, insinuando la curvilínea figura de una jovencita con ojos grandes. Ambos artes significan un glorioso enfrentamiento: por un lado se defiende lo clásico, la pintura Edo, una antiquísima tradición que ya solo encontramos refugiada en algunos pueblos. Por el otro, Japón se sumerge más y más en su cultura de vicio animado, en las ciudades, cuando atraviesas la calle Sotokanda y te topas de bruces con todo tipo de figuras estrafalarias. Paso a paso, la tradición va cediendo palmos a este mundo nuevo.

Abandoné los dibujos en dirección al templo de Sensō-ji, el más antiguo de Tokio y cuya primera versión fue edificada en el año 645. Está dedicado al bodhisattva Kannon y también es conocido como el Templo de la Misericordia. Un templo de tejados rojos por el que parece resbalar la sangre, gota a gota, hasta caer al suelo carcomido por los turistas. Rodeado por centenares de puestos de comida, el templo es un lugar frecuentado por esta especie embadurnada con protección solar y esgrimiendo cámaras fotográficas de última generación. Chillan mucho y pisotean los ritos. Apartados a un lado, cabizbajos, los monjes fingen soledad, y meditan su silencio rodeados de gritos. Me pareció triste ver el templo así, tan mancillado. Entré, vi la sangre pintando los tejados, olfateé el aroma de los inciensos y escapé a paso ligero. No quise hacer fotos. Me pareció cruel hurgar yo también en las heridas de los monjes. Subí a un taxi y fui al mercado de pescado de Tsukiji.

Aquí me encontré más a gusto. El ajetreo era el mismo que en el templo, pero esta vez tenía sabores diferentes, como si el lugar estuviera precisamente hecho para aguantar todo este vaivén de peatones y pescaderos, turistas y vendedores, unos comprando y otros vendiendo, la mayoría comiendo. Suculentos platos con pequeñas raciones se apuestan a los lados de la calle, todos a un jugoso precio. Sashimi de pez mantequilla para derretirse en tu paladar, minúsculos pulpos ensartados, moluscos tostados de todos los colores, erizos de mar abiertos en canal y con las tripas fuera... Aquí es donde, temprana la madrugada, los pescadores regresan de las puertas del infierno cargando enormes atunes para venderlos a sofisticados chefs, que convertirán la naturaleza bruta en el más sabroso de los paraísos artificiales. Todo lo que se coma en el mercado ha sido puesto, literalmente, del mar al plato.

¿Qué más? ¿Qué más hay en Tokio que pueda contar?

Demasiado para restringirlo con la torpeza de mis palabras. Será necesario visitarlo para descubrir los centenares de jardines adornándolo, escondidos entre los modernos rascacielos de cristal, protegidos por un sobrecogedor silencio. Es que en Japón reina un misterioso silencio. Los coches no pitan enfurecidos por llegar a sus destinos, nadie alza la voz; incluso los pájaros trinan suavemente, sin desafinar una sola nota. Callejeando por las finas aceras de Tokio, descubrí asombrado un mundo hecho de silencio y plagado de detalles. Detalles. Cuando leía a Murakami, Mishima, Seicho Matsumoto o Shūsaku Endō, ya alcancé a imaginar este aspecto de la cultura nipona, donde los detalles son casi una norma inquebrantable, pero jamás lo pensé así. Bicicletas apoyadas contra la pared como piezas de museo, bonsái podados delicadamente, las letras perfectamente dibujadas en pulcras pizarras negras, cada norma de su asfixiante sistema burocrático, son detalles imposibles de pasar por alto, incluso para el ojo más adormilado. Una pequeña hoja colgando inerte de la tela de araña, girando como los pies del bandido ajusticiado; brilla contra ella un roce de sol, y rebota hacia los zapatos embetunados del peatón pensativo. Detalles, Japón son millones de ellos.

Salí de la gran ciudad hacia mi próximo destino, Hakone, en el distrito de Ashigarashimo, subido en uno de los famosos trenes bala, o Shinkansen como aquí los llaman. La estación de Tokio era un auténtico caos. Daba la impresión de que la tierra había engullido a la ciudad entera, y los pasajeros iban de un andén a otro en grupos de marabunta, confundiendo al novato. Yo, el novato, perdí dos trenes entre idas y venidas hasta subir al correcto, aturdido por el intrincado sistema de señales indescifrables para un latino. Un caos deliciosamente ordenado. Porque nadie chocaba entre tanta multitud, ninguno parecía andar estresado. Amables muchachos indicaban a quien se extraviase (yo, yo) qué tren coger, a qué hora y en qué andén, sin abandonar su bondadosa y paciente sonrisa. Los detalles se enzarzan en la estación de tren en lo que parece una caótica batalla, y sin embargo, su conjunto forma un perfecto laberinto de escaleras, túneles y andenes que, una vez lo comprendes, te lleva a tu destino en un chasquido de dedos.

Subí al tren, me llevó a Hakone. El gris de los edificios dio paso a un explosión de naturaleza cubriendo con su amable capote las montañas de la isla. Árboles de hojas oscuras y lánguidas se apelotonan sin dejarse apenas espacio para respirar, cubriendo cada centímetro de suelo, y parece que el caos de la estación no era una excepción. La naturaleza japonesa es igual de caótica, mismamente ordenada, dando al espectador una extraña sensación de controlado furor. Bajé del tren sin llegar a creérmelo del todo y fui a mi nuevo hostal. Era una pequeña casa tradicional japonesa, como las que encontramos en los filmes del Estudio Ghibli, con colchones en el suelo y puertas shōji separando las diferentes habitaciones, ubicada en un pequeño pueblo de ensueño. Sin querer parar para descansar, dejé mi macuto y fui al Pola Museum of Art. Este es uno de los museos contemporáneos más fantásticos que he pisado. Tiene apenas un puñado de cuadros, la mayoría de Monet y autores japoneses, pero la forma en que están expuestos no tiene nada que envidiar al Tate o el Reina Sofía. Los ojos se desbocan en sus salas, casi más espectaculares que los cuadros colgados: una imagen vale más que mil palabras, a las fotos me remito. Y en el exterior del edificio crece un enorme bosque sembrado con esculturas. Caminas ensimismado y aquí hay medio rostro parecido al David de Miguel Ángel, acá un anciano árbol haciéndonos sentir inseguros, allá una mocita correteando bajo su vestido de acero... Es una maravillosa mezcla de arte divino con arte humano.

Ahora escribo en el jardín de mi nueva casa escondido por las montañas de Osaka, lo que dura el atardecer, y puedo ver la niebla ascender desde la llanura, serpenteando fatigada entre los árboles hasta la cima. Estuvo allí abajo todo el día, agazapada, y al comenzar la noche resurge, como los animales salvajes del monte. Durante la noche paseará por aquí, cerca de los sueños, y cuando llegue la mañana se echará para volver a dormir.