África

Camboya

Objetivo La India: un parque temático de la espiritualidad

Tras alcanzar Ulán Bator y dejar atrás a sus compañeros de ‘Chavalería Ligera’ (y a ‘La Merche’), el siguiente paso es llegar al país del contraste y el color

Cruzar la frontera entre Camboya y Tailandia fue demasiado fácil | A.M.
Cruzar la frontera entre Camboya y Tailandia fue demasiado fácil | A.M.larazon

Tras alcanzar Ulán Bator y dejar atrás a sus compañeros de ‘Chavalería Ligera’ (y a ‘La Merche’), el siguiente paso es llegar al país del contraste y el color

Cruzar la frontera entre Camboya y Tailandia fue demasiado fácil. Cogí un autobús desde Siem Reap hasta la línea imaginaria y, ya en Aranyaprathet, subí a una furgoneta destino a Bangkok junto a un inventor danés entrado en años, con joven novia camboyana y aspecto vivaracho que repetía constantemente su frase, como si de un rezo se tratara: si la vida es un viaje, por consecuencia viajar sería vivir plenamente. Había disfrutado mucho de Camboya pero añoraba el frío, ahora volvía a su país y esperaba arreglar los papeles pertinentes para traer consigo a su reciente adquisición romántica (la tercera asiática en los últimos años). Escuchando sus proyectos llegamos a Bangkok. Otra vez era de noche y las luces de la ciudad se entorpecían mutuamente, compitiendo por ver cuál mostraba mejor brillo. Para mí había supuesto un contratiempo bajar a la capital tailandesa porque no era una ciudad que me interesase especialmente, las historietas de Hollywood habían conseguido que la juzgase previa a conocerla, entonces me limité a reservar una noche en un hostal para subir al día siguiente dirección Chiang Mai. Me despedí de unos españoles que iban conmigo y el danés desapareció parloteando a las sombras, hice el check-in en mi hostal y salí a dar un paseo nocturno por la ciudad. No sabría explicar la razón, pero súbitamente sentí profundos deseos por ver vida, olerla, empachar mis oídos con los ruidos que la llenan.

Caminé por la calle de mi hostal buscando vidas. Pero cuando ya llevaba diez minutos de paseo, y no eran más que las siete de la tarde, todavía no había encontrado nada que mereciese la pena, apenas una anciana cerrando su negocio o los basureros recogiendo los deshechos. Paseaba entonces irritado, realmente indignado con la falsa imagen que el cine me había dado de esta ciudad supuestamente abarrotada. ¿Dónde estaba la vida, por qué se me escapaba? Las manos se me hundían tanto en los bolsillos que corría el riesgo de agujerearlos.

Entonces encontré una esquina, doblé la esquina, ocurrió un rápido latigazo de mirada y un bullicio ensordecedor atrapó mis ojos y mis oídos y el resto de mis cinco sentidos. Allí había estado todo ese rato, callada como los actores detrás del telón: Bangkok palpitaba viva frente a mí. Puestos de comida callejeros, fuertemente iluminados y emitiendo olores de ensueño, atendían apresurados a decenas, cientos de transeúntes hambrientos; los amigos reían a carcajadas masticando los pinchos de carne brillante, se tocaban; turistas tan entusiasmados como yo participaban en este encuentro inesperado. Inmediatamente decidí quedarme un día más. Había demasiado por ver. Pero esto fue un capricho espontáneo en mi cuidado itinerario, y como acto egoísta que fue, voy a seguir guardándomelo para mí, sin descubrir a nadie qué vi en esta ciudad ni qué guardaba cuando el sol salió para iluminarla bondadosamente. Bangkok será un recuerdo privado, aunque animo a que otros vayan allí y se construyan los suyos.

Dos días después de esta catarsis cosmopolita, subí a un tren de doce horas con destino a Chiang Mai, ciudad que marca el inicio del Triángulo de Oro, donde los templos se amontonan en escandalosa cantidad. Fue un viaje largo y pesado. La selva se cernía divinal alrededor de las vías con una variedad de plantas que nunca antes había visto, ni siquiera en las selvas más profundas de África, y se me ocurrió que desde la ventanilla, las gigantescas montañas de piedra cubiertas por árboles se parecían a pequeñas rocas con musgo. Todavía no lo sabía, pero estaba entrando en la tierra de lo inmenso, donde un solo fronde es capaz de dar toda la sombra necesaria y los Buda parece que alcanzan a rozar el cielo. Llegué a Chiang Mai sobre las 11 de la noche, me acosté pronto y al día siguiente fui a visitar sus templos.

No sé cuántos templos pude ver. ¿Diez? ¿Quince? Sus formas retorcidas y colores vivos se han entremezclado en mi mente como un único e inmenso templo, no existe por un lado el Templo de Chiang Man, por otro el de Pan On, Phra Singh, Loi Krho, Chedi Luang, Ched Lin, Phuak Hong, Sri Suphan, Muen Ngoen Kong, Ket Karam, Umong Suan Phutthatham, Pan On o Duang Dee. Todos son un enorme monumento al budismo, casi un parque temático de la espiritualidad profunda. ¡Un parque temático de la espiritualidad, eso es! En un sitio así, podemos respirar con mayor claridad, aunque la turbamulta de turistas te detenga para hacerse la obligada foto número ochocientos dieciséis. Cuando visité el último templo, el Wat Phrathat Doi Suthep, que se esconde montaña arriba a veinte minutos de la ciudad, me sentí mareado, los ojos me escocían y tuve que sentarme a descansar. A mi alrededor, confundiéndose con los occidentales, decenas de fieles locales oraban arrodillados y prendían incienso. Se mezclaban en el aire los olores de las flores y de los pies descalzos. Un templo budista tailandés, conocido habitualmente con el nombre de Wat (colegio) no es un simple edificio de culto, sino una compleja estructura marcada por la simbología y sus diferentes partes rituales. Aunque cuenta con un recinto de oración (Bot) donde encontramos la o las estatuas de Buda y sus ofrendas, finamente decorado con ornamentos dorados desenvolviéndose en cuidada simetría, alrededor de dicho edificio se colocan las demás partes del templo, semejantes a los brazos o las piernas de un cuerpo. Tan importantes son la librería (Ho trai), las residencias de los monjes (Kod), unas extrañas estructuras con forma de campana y que me tuvieron en vilo hasta descubrir que es allí dónde guardan las cenizas de los fallecidos (Chaedai), la torre de la campana para llamar a la oración (Ho rakhang)... Un templo budista no es, por tanto, un simple lugar de culto donde los fieles acudan a rezar y pedir favores. Es mucho más. Es un lugar de reunión para las familias y los piadosos y los desesperados, un centro de enseñanza, un hogar para todo aquél que se haya perdido, una oración física al Buda Shakyamuni y el resto de sus dioses. No importa de dónde vengas, ni qué hayas hecho antes de cruzar sus muros: dentro de ellos estarás protegido y al salir, más fresco y sosegado, habrás avanzado otro paso en el camino hacia la propia consciencia.

Después de este recorrido agotador, dije basta, y al día siguiente me limité a pasear el mercado Mueang Mai en el centro de la ciudad. Decía Camus que el modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere. En mi caso, demasiado fugaz para detenerme en los detalles, encuentro un paliativo a esta acertada afirmación visitando los mercados de cada ciudad. En ellos no sólo eres testigo de la risa y cordialidad entre vecinos, o si prestas verdadera atención descubres ciertas rencillas mal disimuladas, sino que, observando con cuidado los productos en venta, puedes imaginar con detalle qué rellena cada uno de los hogares en los que las personas trabajan, aman y mueren. Ves las flores marchitándose en los puestos y al anciano comprando un racimo tierno, entonces lo visualizas dándolo a la esposa veterana, o si eres de mente más cínica, a la reciente amante. La comida apilada por colores consigue imitar los olores del caldero familiar, cuando la familia se sienta a la mesa para cenar, los juguetes y los críos señalándolos caprichosos permiten escuchar el eco de sus risas. Un mercado es el espejo de una ciudad, nada más, y podemos encontrar placer en ver las sombras que refleja.

Otro autobús, tres horas de carretera hacia Chiang Rai. Chiang Rai es una pequeña ciudad al norte de Tailandia, donde encontré cuatro templos inexplicables cuando ya creía haber visto todo lo que este fascinante país tenía por enseñar. Son el Templo Blanco, el Templo Azul, la Cueva de Buda y el Gran Buda de Tailandia. El primero fue construido en 1997 y el segundo en 2006, y ambos dan al visitante ignorante la sensación de haberse zambullido de cabeza en los pensamientos de un psicodélico. No tengo, ni quiero, ni debo tener, palabras para describir estas odas al detalle. Son los ojos quienes deben pararse a admirarlos, son las mentes quienes deberían palparlos. La Cueva de Buda, por otro lado, es una profunda caverna perdida en el campo donde no encontré a nadie, solo las estatuas bañadas en incienso y un puñado de gatos salvaguardándolo como si fuesen reencarnaciones de sus antiguos monjes. El silencio allí era atronador, únicamente partido por el río Kok fluyendo terroso. Y el Gran Buda de Tailandia, entero de color blanco, coronando el valle de Ang Thong con las piernas cruzadas y los ojos entrecerrados, trajo a mí recuerdos de la estatua de Gengis Kan en Mongolia por ser tan diferente a ella. Donde el rey mongol transmitía fuerza bruta y poder militar, rodeado por la basta llanura helada, este inmenso Buda expresa otro tipo de fuerza, un poder diferente, más profundos y duraderos que un imperio, más verdes por la selva húmeda cercándolo.

Viajar no es vivir, como decía el simpático danés. Viajar, cuando se hace a países como Tailandia, es sumergirte a cuerpo entero en tantas y tan variadas etapas de vidas ajenas que no sabes qué hacer con ellas. Yo las escribo, aunque últimamente hacerlo me sepa vacío. Pero verlo, poder sentirlo, es un regalo del que podemos sentirnos enormemente agradecidos.