Viajes
Objetivo Mongolia: Las mil y una noches
Cinco amigos que se hacen llamar «Chavalería Ligera» forman un equipo de aventureros que comenzaron el 17 de julio el mayor reto de sus vidas recorriendo gran parte del mundo a lomos de «Merche», la furgoneta que conducirán desde Madrid hasta Ulán Bator
Cinco amigos que se hacen llamar «Chavalería Ligera» forman un equipo de aventureros que comenzaron el 17 de julio el mayor reto de sus vidas recorriendo gran parte del mundo a lomos de «Merche», la furgoneta que conducirán desde Madrid hasta Ulán Bator
El infierno ardía y estaba lleno de arena. No fue fácil alcanzar el Pozo de Darvaza. Pero también, nada es del todo fácil en este increíble viaje, y quizás sea lo que haga de los buenos momentos, mirando al fuego, algo verdaderamente valioso. ¿Qué gracia tendría si con chasquear los dedos apareciésemos en el lugar deseado? Ninguna. Hace falta sudar, bajar de la Merche y empujar, embarrarse las rodillas, hasta las muñecas, y gritarnos instrucciones para llegar. Llegamos, desplegamos nuestras sillas y nos sentamos jadeantes. Ahora Rafa suelta una carcajada impresionada y todos le seguimos. Nuestras pupilas reflejan un fuego con setenta años de edad, olfateamos el gas escapándose de aquella fuga que hace tanto tiempo obligó a encender la cerilla eterna. El Pozo era mucho más profundo de lo que imaginábamos, y fue verdaderamente maravilloso alcanzar este codiciado destino, sobre todo después de la última semana de apatía marítima. Costó llegar porque tuvimos que sacar a la Merche de la arena y empujar, sudar, gritarnos instrucciones con precisión militar. Pero no importó a ninguno: ya conocemos este juego.
Darvaza fue un pestañeo más en esta carrera a la otra punta del mundo. Lo vimos, nos calentamos las manos en él y volvimos al asfalto. Al día siguiente alcanzamos Asgabad y pasamos allí la noche. Es una ciudad enteramente blanca, cegadora con el sol de la mañana y extrañamente silenciosa. Igual que el puerto de entrada a Turkmenistán, su capital procuraba demostrar un poder marchito, blanco pero vacío. No nos impresionó demasiado. Brincamos fuera del país (los agujeros de la carretera pusieron a prueba la suspensión de Merche) y llegamos a Uzbekistán. Nuestra primera parada en el país fue la ciudad de Bujará.
Llegamos de noche, envueltos en el manto del misterio. Apenas se desmarcaba un puñado de luces a los lados del camino, tímidas y tenues, y hasta alcanzar la ciudad no supimos si estábamos atravesando otro desierto más o un frondoso bosque. El norte se pierde en la oscuridad, este y oeste se alían para confundirnos. ¿Dónde encontramos Bujará? Lejos de casa, próxima al desierto. Podría ser que es entre sus mezquitas donde despierta el sol cada mañana. Su calor abrasador, tanta arena rodeándola, los edificios de ladrillo, hacen para el astro un cómodo lecho en que abrir los ojos. La entrada de la ciudad consiste en un intrincado laberinto de callejuelas ensombrecidas por las casas inclinadas: condujimos en zigzag, ahora dando marcha atrás, buscando la forma de alcanzar nuestro hotel. Aquí se eleva un minarete, media vuelta, esta calle es demasiado estrecha o está cortada, y los gatos agazapados nos observan maldecir y recular. Sus ojos brillan desconfiados junto a las estrellas. A veces parábamos y yo bajaba para explorar los siguientes metros, entonces ocurrían dos parpadeos y ya no estaba viajando a Mongolia con mis compañeros. Estaba perdido entre los toldos de tela y madera, en otra época lejana, cuando Alí Babá corría de la venganza de los cuarenta ladrones. Sentía la brisa alzarse cuando pasaba a mi lado... Pero conseguía recordar mi objetivo y apretaba el paso, buscando un camino para la furgoneta. Estaba cerrado, toca media vuelta y mirar por otro lado. Así funciona el laberinto de Bujará.
Cuando encontramos el hotel, encajonado en una esquina de la Plaza Zargaron, algo extraño nos sacudió por dentro. Viendo todo aquello, los minaretes y las madrazas y las plazas y las fuentes y las estatuas, supimos que a partir de ahora sería muy difícil soñar. Nunca habíamos oído hablar de esta ciudad, pensamos que sería una parada más antes de continuar el camino, necesaria pero no deseada. ¡Y cuántas emociones nos recorrieron lo que dura el barrido de una mirada! La gente sonreía, saludaba. El pensamiento siguiente fue inmediato, como un relámpago: quédate aquí a vivir. Por supuesto, deseché rápidamente esta idea de mi cabeza porque todavía quedan muchos lugares que descubrir, tanto por vivir, que no merece la pena atarse tan pronto a la hermosura. Sería una locura abandonarme y vivir en Bujará, ¿verdad? Quizás cuando la habitaron los poetas Ferdousí o Rudaki, habría resistido a mis instintos y anclado raíces en la ciudad.
Esa noche, Rafa, Álex y yo dimos un largo paseo por la ciudad, penetrándola hasta muy profundo con la manos echadas a la espalda. ¿Son posibles tantas maravillas? ¿Y para nosotros, qué precio debemos pagar por observarlas? En Bujará brillan las cúpulas de un azul muy intenso, confundiéndose con el cielo, y parece que oler, palpar y maravillarte basta para descansar y alimentarte.
Salimos de Bujará en dirección a Samarcanda. Debo reconocer que la ciudad no cumplió con nuestras expectativas. Demasiado turista, demasiado recargada. Las madrazas poseen una belleza innegable y su historia es apasionante, pero tantos flashes la convierten en una especie de parque temático sobre la Ruta de la Seda, restándole cierto encanto. La gente, sin embargo...
Pugno por entender un detalle que se nos lanza encima cada día de viaje. Trata de la amabilidad de la gente. Cuando salí de Madrid, me preocupaba quién nos asaltaría en el camino; en mi ignorancia por Asia Central, entraba el desconocimiento de su gente, en todos sus aspectos, tanto físicos como psicológicos, como culturales: ¿Son altos o bajos? ¿De piel oscura o más clareada? ¿Serán felices, tan lejos como están? ¿Cuidan de sus mujeres, aman a sus hijos? ¿Y los ancianos, qué historias tienen para contar? Uno de los mayores enigmas de viajar no es fotografiar imponentes edificios, o ver paisajes que corten la respiración. Más, hace falta profundizar más. Responder a los saludos agitando la mano, sonreír al desconocido, incluso atreverte tú mismo a mirar. Más, hace falta profundizar mucho más. En Samarcanda, un vendedor de sandías nos pidió acercarnos. El impulso inicial es rechazar su petición, temerosos de que busque enchufarnos una de sus robustas frutas, negar con la cabeza sin mirarlo y acelerar el paso. ¡Ay del viajero que cometa tal error!
Nos acercamos al puesto. El hombre hablaba sin parar, reía y nos palmeaba la espalda, no entendíamos nada. El hombre, que jamás habíamos visto y nunca volveríamos a encontrarnos, sacó un cuchillo largo y atravesó de lado a lado una sandía; la abrió por la mitad, descuartizándola, y nos ofreció unos pedazos para degustarla. Estaba deliciosa. Fresca, su líquido rojo empapaba placenteramente mi barba chamuscada por el calor. El siguiente pedazo arrulló por mi garganta y al mirar a mi alrededor, una pequeña multitud se había congregado en el puesto. Todos hablaban sin parar, reían y nos palmeaban la espalda, nosotros seguíamos sin comprender una palabra. Entre risas, se llevaban un trozo de sandía a la boca, nos preguntaban por jugadores de fútbol español y animaban a otros viandantes para que se uniesen a la improvisada fiesta. La Fiesta de la Sandía. Hablamos, reímos y palmeamos sus espaldas. Nos sentimos vivos, profundamente, aun sin entender el motivo. Experimentamos con esos bocados de sandía el verdadero sabor de la felicidad.
Luego tuvimos que irnos y llegó el hasta siempre. Repartimos abrazos y nos fuimos de allí con la otra mitad de sandía bajo el brazo. Todo ello gratis, por supuesto.
Y ahora estamos en Kazajistán. A lo largo del camino hemos oído todo tipo de historias tenebrosas sobre su gente, pero a la hora de la verdad, Rafa acaba de aparecer tras bañarse en el lago con una sandía descomunal. Se la han regalado. Hace una hora, la Merche se ha quedado atascada en la arena del lago. Hasta diez personas han venido para ayudarnos. Suma y sigue en un país en el que los arbustos de marihuana crecen por todas partes, a los bordes de la carretera, en las ciudades y gasolineras; este fenómeno de la naturaleza no puede más que dejarnos mudos. ¡Marihuana creciendo como los cardos, como cualquier otra planta! Cada paso que damos, el futuro nos sorprende aún más, incluso cuando pensamos que ya lo hemos visto todo.
Llevamos cuatro días haciendo acampada libre y bañándonos en ríos y lagos. Mientras tanto, la gente nos sonríe y saluda, regala sandías, palmea nuestra espalda. ¿Es el ser humano bueno por naturaleza, o la pregunta correcta será si es bueno en la naturaleza?
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