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Últimos días con el maestro

La Razón
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Ha muerto Blázquez.

Si a alguien le dice poco esta frase, le cuento alguna cosa más, a buen seguro de que acabará pensando conmigo que es una faena tener que escribir «ha muerto Blázquez».

Don José María Blázquez Martínez nació en Oviedo el 7 de junio de 1926. Fue catedrático de Historia Antigua en las universidades de Salamanca y Complutense de Madrid, así como director del Instituto Español de Arqueología del CSIC. Desde enero de 1990, académico de número de la Real Academia de la Historia. Su nombre y magisterio eran conocidos y reconocidos por medio mundo, desde los círculos más prestigiosos de Europa a los más recónditos de Asia, o del África musulmana. Su capacidad de dirección de excavaciones creó escuela en España y no creo que haya arqueólogo que se precie que no haya estado a su lado, en el Testaccio, o en las llagas que abrió a la tierra por Irán. Decenas de estudiantes entendimos la romanización de Hispania gracias a sus escritos.

Pero como no fui discípulo suyo, no escribo sobre su obra.

Escribo desde la rabia del recuerdo: ya octogenario, todos los días iba a la Academia, a ese centro de investigación en el corazón de Madrid, para darse su paseo y, con un carrito de la compra lleno de artículos recientes, o de libros recién publicados, o de fotocopias, echaba la mañana rellenando sobres para mandar montañas de papel a colegas de los más insospechados sitios del planeta, para que leyeran su última aportación sobre la exportación de los caballos romanos desde Iberia, o sobre los usos matrimoniales cristianos antes del siglo IV, o sobre quién era, en verdad, Mahoma. Atravesaba con su alta y larguirucha efigie la sala de lectura para llegarse a la zona reservada de la biblioteca (si en invierno, con un gorro de lana traído de donde fuera, una corbata de lana tejida a saber por qué manos y todo ello haciendo escalofriante juego con una camisa de franela de cuadros). Allá se sentaba, con la generosa Asun, y empezaba la letanía de nombres y envíos y el sonido del grapar mientras que con sus altas e inteligibles voces llenaba el silencio de la sala de investigadores, para molestia de unos melífluos lectores que no sabían qué pulmones echaban tales improperios, y para gusto de otros. Llegaba la hora del café. Entonces, en el bar de la esquina, siempre con Asun y alguno más, pedía su tostada (de aceite con tomate) y su café con leche a las pizpiretas camareras y les decía lo que fuera, que mejor no saberlo y se explayaba, de nuevo, con sus cosas, que lejos de ser «sus» cosas, eran las que a todos nos atañen hogaño y que muchos o no se las huelen, o la corrección les impide afrontar (de frente): sus conocimientos de la Historia y sus experiencias personales llenaban el rato de la tertulia, sí de la tertulia madrileña, alrededor del desayuno. Unas veces, eran recuerdos de sus tiempos de formación en Alemania; otras veces, lo que le ocurrió en tal sitio arqueológico; cómo no el recuerdo de las clases y, por supuesto, sus impresiones de las turcas, en el último viaje, que casi parecía un homenaje más al Imperio otomano en estos tiempos cervantinos. Y, si por casualidad se necesitaba confirmar algún dato de la existencia de alguna pieza en algún museo de Persia, él te solucionaba, sin internet, pero con fax y correo postal, la manera de ponerte en contacto con la persona indicada, que en más de una ocasión le debía la vida porque se había formado en Roma gracias a una beca que treinta o cuarenta años ha le había logrado el maestro.

A veces las tertulias seguían en ese descodificado club de «Los amigos de Blázquez», que informalmente nos reuníamos (y hemos de seguir haciéndolo) para darle un homenaje culinario, que vaya si le gustaba comer. Así iban pasando una parte de sus días, que lo sepáis sus alumnos que le quisisteis y que seguís esparciendo su conocimiento por centenares de institutos y colegios. Así y haciéndose un viajecito al año, habitualmente hacia el Asia greco-romanizada, con más discípulos, profesores, o sencillamente amigos. Me consta que este año no fue, porque ya estaba el pie en el estribo y que, mientras escribo éstas, los que debería haber sido sus compañeros de aventura, están embarcando en Tiflis, camino de Madrid. Él, sin embargo, aun a pesar de las ganas de vivir que tenía, ha emprendido la travesía de la Laguna Estigia, con Caronte y pajarita, aunque sin moneda entre sus labios. Como había de ser. El Domingo de Resurrección, recién reconquistada Palmira.

Querría haber hecho un epicedio digno de su memoria. Pero no sé versificar para que él lo apreciase. He recordado ahora unas palabras escritas por López de Hoyos en loor de una gran cardenal, que si el maestro las oyera, asintiera: «Créeme, no es propio del sabio decir: “Viviré”. Toda gloria humana es fugaz; aprende a morir».

*Historiador e investigador del CSIC