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El TSJC se defiende del acoso de los imputados por el 9-N

La Razón
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Si ya es grave que se produzcan manifestaciones delante del Palacio de Justicia para mostrar apoyo a los encausados por la convocatoria ilegal del referéndum independentista del 9-N, lo es aún más cuando en estos actos participan responsables públicos. Deberían saber que están vulnerando la legalidad vigente y que no es un buen ejemplo para la ciudadanía; es más, es una llamada evidente a la desobediencia y a deslegitimar nuestra democracia porque no reconoce el derecho de Cataluña a la independencia, algo que no cabe en nuestra Constitución, ni en la de ningún país democrático. Presionar a un tribunal es algo inaceptable. La protesta de ayer en las puertas del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ha vuelto a demostrar la grave tergiversación de la realidad que sufre la sociedad catalana, o una parte de ella, sin duda inspirada por el conglomerado de partidos nacionalistas, a derecha y a izquierda, y que invita a no respetar la separación de poderes. Es un planteamiento perverso porque adultera la democracia misma, que acaba siendo una democracia «orgánica» donde se dicta justicia al gusto de los partidos independentistas. Si ya no hay un Parlamento que fiscalice al Gobierno del todavía presidente de la Generalitat, Artur Mas, centrado durante toda la legislatura pasada en cumplir su «hoja de ruta» hacia la independencia, es lógico que tampoco respeten la independencia de la Justicia. La gravedad de lo sucedido ayer obligó al TSJC a emitir un comunicado en el que sostiene que las manifestaciones celebradas en apoyo de la consejera de Educación, Irene Rigau, y de la ex vicepresidenta de la Generalitat Joana Ortega son un «ataque directo y sin paliativos a la independencia judicial». Considera, además, que éstos son «aún más inadmisibles» al haber sido incitados por representantes públicos. Empieza a ser normal que desde la Generalitat se incumplan la Constitución y el propio Estatuto, basándose en que no acatan las leyes «españolas». Mas ha impuesto una práctica peligrosa, que es la de sortear las normas con una ambigüedad calculada en la que nada es exactamente lo que se dice (un referéndum es un «proceso participativo» y el derecho de autodeterminación, «derecho a decidir»), aunque se persigan, a través de subterfugios legales, los mismos objetivos. Es decir, estamos hablando de un «fraude de ley». De un engaño indecoroso donde utilizan las leyes que tanto detestan para conseguir unos intereses ilegales. El independentismo ha extendido esta práctica y ha ido un poco más lejos al lanzar la consigna de «desobedecer» las leyes y, paralelamente, crear «estructuras de Estado». Bajo este principio se convocó el pasado 9 de noviembre un referéndum sobre la independencia, algo que no está entre las competencias del Estatuto. La estrategia de Mas parece estar clara, aunque es desleal y demuestra estar fuera de la realidad en un Estado de Derecho: forzar a los poderes del Estado a tomar medidas que puedan interpretarse como una «agresión» a Cataluña. Cuando el TSJC aceptó la querella interpuesta por la Fiscalía, se puso en marcha el mecanismo de victimismo que tan bien maneja el nacionalismo. En esa situación nos encontramos. Pero Mas, como líder del secesionismo y como representante del Estado en Cataluña –lo que no debe olvidarse nunca–, debería saber que la Justicia debe actuar cuando se quieren quebrar las leyes.