Andalucía
La victoria del reponedor de Carrefour
Cuando se abordan los grandes problemas de la Humanidad con planteamientos sencillos no es razonable esperar grandes soluciones. La pobreza es uno de los problemas que han acompañado a las civilizaciones. No siempre ha sido un problema para el resto de los seres vivos, sólo lo ha sido cuando pensamientos como el Humanismo cristiano se han extendido por el Mundo, pensamientos hoy perseguidos vaciando peines de fusiles AK-47 en no pocos lugares del Planeta. Si hoy nos conmueve la necesidad de quienes viven en situación de pobreza es porque nuestra cultura cristiana nos hace verlos como semejantes y nos recuerda nuestra obligación de asistirlos.
De entre las decenas de miles de personas que diariamente viven entregadas a las necesidades de los pobres se espiga en estos días la figura de Jorge Morillo, protagonista de la película documental «Jesucristo vive», dirigida, producida y con guion de Francisco Campos Barba. La película tiene una magnífica fotografía. Morillo es un personaje principalmente local, esto es, vinculado a la ciudad de Sevilla, lo que limita desde el origen las posibilidades comerciales de la película. Acaso si el eje argumental hubiese pivotado más sobre su particular forma de luchar contra la pobreza –la educación a través del fútbol– o la propia institución que viste –literalmente– al protagonista, el Real Betis, es posible que tuviera mayor proyección fuera de Sevilla. Sin embargo, el personaje se «come» a la película en lo bueno y en lo malo.
Hay varias cuestiones que la película hace emerger. Me centraré sólo en la primera que debe llamar la atención a un economista académico. La cuestión es si «hacer el bien a los demás» es algo que provoca satisfacción a quien lo realiza y, si es así, toda acción caritativa –permítanme que prefiera este término al de solidaria– da lugar a una satisfacción personal a quien la emprende al tiempo que también provoca una sensación similar en la persona auxiliada. Llevado al extremo diríamos que cuando una persona decide sufrir necesidad renunciando a su alimento al cederlo a los demás, el bien «pasar hambre», que técnicamente es un «mal» pues provoca dolor, acaba generando en quien lo sufre una satisfacción superior al dolor cuando observa que gracias a su padecimiento hay quien está comiendo. La cuestión, para nada fácil, la resolvieron los economistas James Buchanan y Willian Criag Stubblebine en un artículo científico publicado en la revista Económica en el año 1962 con el título de «Externality».
Años más tarde –en 1987– y por otras aportaciones, Buchanan recibió el Premio Nobel de Economía. Ambos autores señalaron que la satisfacción que un individuo recibía no sólo dependía de su propio placer (por ejemplo el que se deriva de saciar su hambre) sino también de ver a otros experimentar un placer similar gracias a su acción de cederle parte de sus alimentos. Por tanto, acciones tales como el sacrificio y sufrimiento personal en beneficio de otra persona eran acciones completamente racionales enraizadas, en la mayor parte de los casos, en el deber moral que siente quien cede su alimento al que lo necesita. Este razonamiento es extraordinariamente central en la lucha contra la pobreza y a la vez terrible.
En definitiva nos dice que cuando nuestras convicciones religiosas o morales nos convierten a los semejantes en prójimos, acudir en su auxilio –incluso experimentando sacrificio– nos reporta una satisfacción que, en último término es espiritual o moral. Naturalmente, si desaparece la motivación espiritual de nuestras decisiones cotidianas, el resultado mediato es dejar de ver a los demás como prójimos y el resultado último, sentir indiferencia ante su sufrimiento.
La película de Jorge Morillo es un ejemplo de que el sufrimiento propio derivado de la entrega a los demás –por ejemplo, llega a romper su matrimonio– le ha conducido a un balance inequívocamente positivo al saberse servidor de Dios paliando las necesidades de los demás. Otros aspectos del guion y de la propia historia son más discutibles. Por ejemplo, el sentimiento no infrecuente en algunos «héroes» del voluntariado de reprochar a la sociedad la falta de apoyo. Este lamento exhibido choca con la labor igualmente eficaz pero callada de otras tantas personas que actúan de forma parecida pero sin quejarse de la poca ayuda que reciben. Les basta con el Dios proveerá que probablemente esté tras el artículo de Buchanan y Stubblebine. La cotidianidad de las cosas es, sin duda, mucho más sencilla que los razonamientos académicos. Al final actuamos por resortes sencillos pero racionales que se traducen en «esta persona necesita ayuda y yo lo hago». Cuando damos un paso más y convertimos la ayuda en sistemática, podemos llegar a grandes logros como sacar a un crío de un cenagal de jeringuillas y ayudarlo a convertirse en reponedor de Carrefour. El ejemplo no me lo invento, es una de las personas que acompañan a Jorge Morillo en los coloquios posteriores a la película. El barrio salpicado de jeringuillas persiste y, en contra de lo que dice la película, no es en absoluto responsabilidad única del alcalde de Sevilla. Pero al barrio han sobrevivido vidas magníficas gracias a la acción de miles de voluntarios que han ido pasando durante décadas. A todos movía ver a sus habitantes como prójimos. En todos esa mirada era –en última instancia– moral y racional.