Coronavirus
La vida en un asentamiento de inmigrantes: “El coronavirus no nos da miedo, aquí tenemos cosas peores”
Los habitantes de “Las Madres", en Moguer, relatan sus dificultades para sobrevivir en chabolas de plástico y cartón
Desde la carretera que une las localidades onubenses de Mazagón y Matalascañas, en el entorno del Parque Nacional de Doñana, se avista una gran concentración de chabolas perteneciente a Palos de la Frontera. A poca distancia en coche está el asentamiento de «Las Madres», en el término de Moguer, según explica Mbaye Guisse mientras conduce. Hace siete meses que este mediador está contratado por el Ayuntamiento para facilitar la intervención con la población inmigrante. Nada más llegar, se dirige a uno de los portavoces, Balla Coulibaly, que sale a recibirlo. Después de una breve conversación, accede a abrir el espacio donde viven a LA RAZÓN y un goteo constante de personas va acercándose. Coulibaly hace de intérprete en francés y bámbara, el idioma que diez millones de personas hablan en Mali. Llegó a España en 2001 y vive en una de las chabolas situadas a la entrada –hay 180 numeradas–, construidas con cartón, plásticos y cuerdas. Es el único que accede a abrir la puerta de su casa, un rectángulo con suelo de arena de apenas seis metros cuadrados.
La Covid-19 ha devuelto al foco mediático los asentamientos por las especiales dificultades para evitar los contagios y mantener el confinamiento. El pasado miércoles la Junta de Andalucía aprobó ayudas por casi 2,3 millones destinadas a los municipios de Huelva y Almería. Antes de que la pandemia se desatara, el Relator Especial de la ONU sobre la Extrema Pobreza y los Derechos Humanos, Philip Alston, había denunciado la situación «inhumana» de su población, una circunstancia que no es nueva para los municipios de Lepe, Palos de la Frontera, Moguer y Lucena del Puerto. Las ONG calculan que más de 3.500 personas malviven en esas zonas, mayoritariamente de Ghana, Mali, Marruecos, Rumanía y Senegal. El alcalde moguereño, Gustavo Cuéllar, aclara que la responsabilidad «no puede quedarse en nuestros ayuntamientos porque no tenemos recursos ni medios» y detalla que solo en políticas sociales migratorias gastan 150.000 euros al año.
En el asentamiento las preocupaciones van más allá de la nueva enfermedad. «El coronavirus no nos da miedo, aquí tenemos otras cosas peores», decía con firmeza Coulibaly tres días antes de que se declarara el estado de alarma en España. Las vidas de sus integrantes eran muy difíciles antes de declararse el estado de alarma y desde el 14 de marzo lo son aún más. Desde fuera las chabolas parecen fardos gigantes; dentro se acumulan colchones, mantas y algunas latas de comida. Casi todos sus ocupantes son hombres, hay unas pocas mujeres, pero ninguna sale ese día de las viviendas, que ocupan hasta ocho personas, agravando unas circunstancias de por sí complicadas. Fofana Solomana es uno de los primeros en hablar. Apenas sabe español y está desesperado porque su novia, búlgara y que trabaja como temporera en una finca cercana, está embarazada de tres meses. «Su jefe es muy racista y le ha dicho que tiene que irse. Yo no tengo papeles», lamenta mientras de fondo unos bafles hacen sonar reivindicaciones a ritmo de rap: «...ningún ser humano puede ser ilegal, lo ilegal es que un ser humano no tenga dignidad...».
Su conexión con el exterior es una parabólica que se eleva por encima del bosque de pinos, donde han habilitado un salón para ver partidos de fútbol y seguir las noticias, aprovechando la energía de placas solares. Están al día de la política migratoria española y ofrecen sus propias recetas: «El Gobierno contrata de otros países habiendo un montón de inmigrantes aquí que ellos han dejado entrar. Eso no puede ser», critica con vehemencia Coulibaly. Sus problemas no son solo cuestión de documentación porque muchos disponen de ella e incluso tienen contratos de trabajo. Un informe sobre la «Realidad de los asentamientos en la provincia de Huelva», realizado en 2018 por la Mesa de la Integración, ya recogió las condiciones precarias que soportan. En él se arroja luz sobre cuestiones como las dificultades para encontrar vivienda pese a que «en contra de la creencia social que existe alrededor del 74% de las personas extranjeras asentadas tiene la documentación en regla». Coulibaly insiste en que «esto no es del gusto de nadie. No tenemos agua, ni luz, ni dónde cargar el teléfono. La gente de aquí estamos sufriendo». Una gasolinera es su recurso más cercano para conseguir agua, comida o ducharse. Algunos comen solo una vez al día, comparten lo poco que poseen y pasan el rato charlando alrededor de una hoguera para amortiguar el paso de las horas. A diario llaman a sus familias para contarles una ficción muy alejada de la realidad de sus condiciones de vida.
Moguer tiene contabilizadas 274 chabolas en el municipio, diseminadas en ocho asentamientos. Hace ocho años eran una veintena de campamentos y alrededor de 1.800 infraviviendas, según el censo elaborado por las autoridades. Guisse conoce muy bien esta situación. Él llegó en patera a las costas andaluzas desde Senegal, como lo hicieron 19.000 personas procedentes del continente africano el año pasado y 52.000 el anterior. Su primer destino fue una casa de acogida en Palos. Reconoce que ahora le va bien, pero vive al día y de su cabeza nunca desaparecen dos pensamientos: «He estado así también y puedo volver a estarlo en cualquier momento». Tampoco pierde de vista la vuelta a su país de origen: «Tarde o temprano tengo que regresar a Senegal». Salió de allí hace 13 años, dejando su taller y a su familia. Europa se le había metido en la cabeza y con 27 años vendió todo para pagarse un pasaje en una patera. Le esperaba una semana de travesía, pero fue al tomar tierra cuando comenzó la parte más dura del viaje. «La gente de los asentamientos llega a tener su propia casa», dice poniéndose como ejemplo y destacando que muchos mantienen allí su residencia desde hace años independientemente de su situación económica. Y en este punto es tajante: «Algunos quieren vivir así, pero tienen que entender que quieran o no tienen que salir de ahí».
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