
Opinión
Biología para ofendidos
"Quién, por ejemplo, cuando llama guapa a una persona tiene presente que guapo se usaba inicialmente con el sentido de ‘granuja’ y que posiblemente derive de una palabra latina para aludir al vino insípido?"

En una de las revistas científicas de mayor impacto en el campo de las ciencias biológicas, PLOS Biology, se ha publicado recientemente un artículo que viene a exigir (porque todos estos trabajos que se presentan como neutramente descriptivos apenas disimulan su agresiva vocación prescriptiva) a ecólogos y biólogos evolutivos que revisen la terminología de su campo, por estar supuestamente plagada de términos peyorativos que no hacen sino perpetuar estereotipos sobre grupos minoritarios y comportamientos discriminatorios hacia colectivos históricamente maltratados. Así, se acabó eso de «descubrir especies»: lo correcto es decir que uno las ha descrito por primera vez (para evitar el eurocentrismo); tampoco podemos seguir hablando, por ejemplo, de ciervos que cuentan con un harén de hembras, sino de «grupos de apareamiento» (o incurriremos en un craso antropocentrismo teñido, para más inri, de heteropatriarcado); ya no se puede calificar un rasgo biológico como primitivo, sino como ancestral (o pasará uno por racista redomado); se terminó lo de que haya especies de hormigas que esclavizan a otras: digamos mejor que hay hormigas «piratas» (y evitaremos así cualquier connotación al tráfico de seres humanos); es mejor no hacer referencia a los monos como del Nuevo Mundo (¡eurocentrismo!), sino hablar de monos americanos; no hay, ni puede haber, especies invasoras o exóticas (¡colonialismo!, ¡racismo!), sino «especies recién llegadas», que, obviamente, no colonizan nuevos territorios, sino que se limitan a expandirse o a establecerse en lugares nuevos; se acabó también eso de usar los nombres de sus descubridores (perdón, de quienes las describieron por primera vez) para designar a las especies de animales o plantas desconocidas para la ciencia (¡todos eran hombres blancos y sospechosos, por tanto, de machismo!); y, obviamente, pongamos punto y final a eso de machos y hembras (¡sexismo!): especifiquemos siempre si nos referimos a individuos XY o XX, sujetos con ovarios o con testículos, o seres monoicos (¡nunca hermafroditas!) o dioicos (y aun así, entonemos el mea culpa por estar invisibilizando la amplia panoplia que existe de opciones sexuales).
Aunque el artículo contiene, faltaría más, una prolija relación de eufemismos destinados a reemplazar a los términos que han pasado a estar incluidos dentro del cada vez más voluminoso Index Verborum Prohibitorum, o índice de palabras prohibidas, su objetivo fundamental es conocer si ecólogos y biólogos evolutivos son conscientes de los prejuicios que transmite la terminología de su campo. Sin que sorprenda demasiado, el resultado es que casi la mitad de los participantes considera que tales términos perpetuán, efectivamente, estereotipos negativos sobre determinados grupos o colectivos. Solo un 15% de los encuestados parece mantener un mínimo nivel de cordura y pensar que no es así. Y el resto dice tener dudas, seguramente porque sabe que, de expresar su verdadera opinión, serán enviados de inmediato al purgatorio académico. Pero lo que llama aún más la atención (al menos, a ojos de un académico europeo) es la muestra analizada. Por aquello de la representatividad y la significación estadística, se han incluido sujetos de toda laya y condición. Ahora bien, la clasificación racial que se hace de la muestra haría palidecer de envidia al mismísimo Rosenberg y los términos utilizados para etiquetar las categorías resultantes (siempre acrónimos de lo más abstruso), serían el sueño de cualquier burócrata soviético. Por ejemplo, quienes no son blancos (anglosajones, se entiende) se distribuyen entre la clase BIPOC (que incluye a latinos, negros o nativos americanos) y la clase no-BIPOC (que engloba a norteafricanos, gente de Oriente Medio o asiáticos). Y en lo que atañe a las tendencias sexuales, uno puede optar (de modo no excluyente, además) entre no menos de veinte tipos, incluyendo el de los Dos Espíritus, que a lo que parece es una forma de experimentar la sexualidad según la cual conviven dentro de uno dos entes diferentes (no necesariamente humanos).
En fin, la historia de siempre. Pero lo sorprendente es que no nos encontramos en el ámbito de las Humanidades, tan ajeno, en general, a las restricciones que impone la metodología científica más elemental, y tan proclive, por tanto, a todo tipo de teorías imposibles de falsar, y tiranizado, desde hace décadas, por la ideología. Nos hallamos, en cambio, en un campo experimental: el de la biología. Pronto veremos un artículo equivalente sobre cosmología, que exija a quienes se ocupan de esta disciplina que renuncien a términos como agujero negro (por sus connotaciones racistas), enana marrón (por ser claramente ofensivo para quienes tienen una talla inferior a la media), o estrella binaria (porque, con independencia de que este formada por dos cuerpos independientes, invisibiliza a quienes prefieren el sexo en grupo). Y qué decir de exoplaneta (propio de mentes neocoloniales, que consideran foráneo a todo lo que no tenga que ver con la Tierra), galaxia caníbal (una falta de respeto a prácticas gastronómicas alternativas) o todos esos nombres de dioses y seres mitológicos a los que hemos recurrido para llamar a los cuerpos celestes más próximos a nosotros, representantes de las peores culturas heteropatriarcales y esclavistas que ha conocido el mundo: la griega y la romana…
Todo lo anterior podría resultar risible (lo es), pero esconde algo más. Por un lado, hay mucho de ingenuidad (cuando no de infantilismo) en esa idea de que lo que no se nombra no existe. El eufemismo es un trampantojo: las «hormigas piratas» seguirán haciendo expediciones destinadas a capturar otras hormigas que trabajen para ellas. Y las «especies recién llegadas» continúan ganando terreno a expensas de la flora o la fauna autóctonas, que acabarán extinguiéndose en muchos casos. Por otro lado, en líneas generales, los usuarios de la lengua no son consciente, al usarlas, de la etimología de las palabras (ni, por tanto, de su posible origen peyorativo), especialmente cuando se trata de términos asentados en la lengua o que han ganado un uso neutro. ¿Quién, por ejemplo, cuando llama guapa a una persona tiene presente que guapo se usaba inicialmente con el sentido de ‘granuja’ y que posiblemente derive de una palabra latina para aludir al vino insípido? Por todo ello, es más que probable que cuando un biólogo describa la colonización del litoral marino por plantas resistentes a la salinidad elevada, no esté pensando en el tráfico de esclavos negros a Norteamérica o en las plantaciones de los belgas en el Congo. Cualquier palabra puede adquirir casi cualquier connotación, del mismo modo que se puede transmitir todo tipo de ideas reprobables usando los términos más exquisitamente eufemísticos. Y desde luego, tales eufemismos se antojan soluciones no menos problemáticas que las palabras o expresiones supuestamente peyorativas a las que pretenden reemplazar. Forzando mucho las cosas, puede ser entendible que un norteamericano considere que se transmiten estereotipos racistas cuando se usa el termino hormiga esclavista, puesto que su modo de colonización conllevó, en buena media, el uso de mano de obra esclava. Pero para un español, cuyos antepasados sufrieron durante siglos el acoso de los piratas ingleses, el término hormiga pirata podría ser tanto o más ofensivo que el que está llamado a sustituir.
Pero todo esto tiene un trasunto aún más preocupante. En nombre de la reparación de injusticias y agravios históricos más o menos reales, el estudio anterior (y la ideología que lo promueve) no hace sino exacerbar los factores que los provocaron. Toda esa prolija clasificación de los encuestados según su raza se antoja no solo trasnochada, sino continuadora de las mismas prácticas que provocaron el racismo en siglos pasados: dividir a las personas según su aspecto. «Raza» es un concepto con una base biológica mínima. No existe una raza hispana, por poner el caso. Hay, simplemente, un grupo de personas con una cultura parecida (la hispánica) originada en un determinado lugar (España), a la que otros grupos humanos aportaron diversos componentes (los indígenas americanos) y que conllevó cierto intercambio genético (dando lugar a un cierto parentesco biológico). Una revista científica sobre biología dando carta de legitimidad al concepto de raza se antoja tan delirante como una revista sobre geografía admitiendo artículos sobre el terraplanismo. Y, en fin, distinguir entre BIPOC y no-BIPOC es caer en una visión tan localista (separa a los nativos de América de los foráneos) como el eurocentrismo que supuestamente trata de combatir. Para luchar contra los estereotipos raciales, lo mejor es abandonar el concepto de raza y defender, sin más, la igualdad de los seres humanos. Y lo mismo cabe decir del resto de las categorías en que se atomiza la muestra. Y si a su mínima base biológica sumamos el hecho de que, según parece, uno es libre de elegir la raza o el género con los que más se identifica, nos encontramos realmente ante conceptos del todo vacíos, sin utilidad científica alguna.
Para terminar, lo más preocupante: ver publicado algo así precisamente en una revista sobre biología es una clara señal de que la sumisión de la libertad de pensamiento (lo que incluye la práctica científica) a la ideología ha alcanzado cotas verdaderamente preocupantes. Un artículo como el anterior solo se justifica si consigue demostrar que una determinada terminología científica provoca desigualdad (es decir, que quienes hablan de hormigas esclavistas son más racistas que quienes se refieren a ellas como hormigas piratas), pero nunca porque haya gente que diga sentirse ofendida por dicha terminología. El lenguaje, como cualquier otra herramienta, no es bueno ni malo en sí: todo depende del uso que hagamos de él.
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