
Tribuna
Microplacistas (I)
"Cada vez más estamos presos del presente, sin un resquicio ni un respiro para poder escudriñar y planificar nuestro futuro"

La política se ha convertido en un mero ejercicio de acción-reacción sobre el presente más inmediato, solo preocupada por el efecto que sus medidas puedan tener sobre el sentido del voto de los ciudadanos. Los políticos ya no esperan ser votados en virtud de lo que hagan, sino que harán solo aquello que les procure el voto. Es un círculo vicioso que solo puede conducir a este populismo que nos gobierna, capaz no solo de decir una cosa y hacer la contraria, sino de defender que se está siendo coherente durante todo el proceso. De ahí también, claro está, ese enfermizo afán por conocer en todo momento el estado de ánimo del ciudadano: mediante encuestas, sí, pero también monitorizando cada ínfimo detalle de su vida, desde lo que lee en internet hasta lo que compra (y lo que devuelve de lo que compra). Cada vez más, estamos presos del presente, sin un resquicio ni un respiro para poder escudriñar y planificar nuestro futuro, o reflexionar sobre el pasado que nos ha conducido a dicho presente. Los porqués y los paraqués están en vías de extinción. Nos aturden los qués y los cuándos, hasta el punto de que hemos dejado de entender el sentido último de las cosas: lo queremos todo y lo queremos ya, y los políticos han comprendido que la aquiescencia es la mejor estrategia para perpetuarse en el poder, aunque luego nunca nos den lo que queríamos, sino solo lo que les beneficia a ellos.
Consideremos la actual guerra entre Rusia y Ucrania. Abre uno los periódicos y todos resuenan con la misma voz: hay que apoyar de todas las maneras posibles a Ucrania en su lucha contra la agresión rusa. Sin duda. Pero ni la indignación que decimos sentir es tan pura (toda guerra y toda posguerra son siervas de la economía), ni puede suponer carta blanca para cualquier cosa. Para empezar, para dar preferencia a políticas cortoplacistas solo preocupadas por su impacto inmediato en la opinión pública (por ejemplo, si desgasta menos electoralmente enviar munición que colocar soldados en primera línea del frente). Para continuar, para no ser consecuentes, lo que en este caso quiere decir apoyar, con la misma firmeza nacida de pareja indignación, a cualquiera que se encuentre en la misma situación que los ucranianos (¿Armenia, por ejemplo, invadida y mutilada de modo parecido por su vecino oriental, contra quien no se han tomado ninguna de las medidas adoptadas contra el gobierno ruso?). Para terminar, para no revisar, con igual firmeza e indignación, nuestra pasada actitud ante hechos semejantes, porque da la sensación de que nuestros principios no han sido siempre tan sólidos y nuestros estándares morales tan elevados como queremos hacer ver que lo son hoy (¿o no aceptábamos hasta ayer encantados las materias primas y las divisas rusas a pesar de que ya habían ocurrido Osetia, Georgia o Chechenia?). Tengamos al menos la dignidad de no aducir que desconocíamos todo esto y que solo la invasión de Ucrania nos ha abierto los ojos a la realidad: lo sabíamos perfectamente, solo que miramos para otro lado.
Es una obviedad que el presente es fruto de las decisiones tomadas en el pasado. Y no es una obviedad menor que el mundo es un cuadro de grises, y que al actuar en él nos mueven a la par el egoísmo y el altruismo (ojalá no fuese así: todo sería más fácil si solo hubiese ángeles y demonios). Rememorar la cadena de circunstancias que conducen al presente no supone justificarlo; es, a buen seguro, el mejor modo de entenderlo… y, con suerte, de no repetir aquello que resulta indeseable en él. La Rusia de Putin no ha salido de la nada. Es la reacción al caos que supuso la desintegración de la URSS. En lugar de apoyar una transición pausada del sistema soviético a la democracia occidental, nosotros favorecimos todas y cada una de las políticas que contribuyeron a acelerar su colapso, nacido, sin duda, de la idiosincrasia del homo sovieticus. Está por demostrar que fue una mejor solución dinamitar la URSS (o Yugoslavia, por poner otro ejemplo) que mantener su estructura (al menos parcialmente). Pero claro, había que ganar la Guerra Fría y a ser posible, con la derrota total del adversario… un adversario que durante la II Guerra Mundial fue estrecho aliado (a pesar de que ya conocíamos lo del Holodomor y el Gulag), pero que unas décadas antes, cuando lo de Octubre, había sido el archienemigo, y en el siglo previo, la gran potencia amiga, que ayudó a expulsar a los otomanos de Europa y que nos había librado, una generación antes, del yugo de Napoleón, ese Sertorio redivivo que arrasó España a sangre y fuego. Y podríamos seguir así, oscilando entre una visión positiva y otra negativa de Rusia, según convenga o no a nuestros intereses, hasta remontaros al comienzo de todo, a la migración indoeuropea desde las estepas pónticas, que fue la que lo cambió todo realmente, hasta el punto de que los ibéricos dejamos de hablar íbero. Pero de toda esta larga cadena hoy solo nos importa el último de sus eslabones. No cabe duda de que la plasmación más perfecta de este contumaz microplacismo es la actual política española. Decisiones de gran calado adoptadas recientemente, como la quita de la deuda autonómica, se toman calibrando exclusivamente su impacto en las alianzas partidistas, puramente coyunturales, que permiten a unos seguir gobernando y a otros seguir recibiendo prebendas. Pero no hay detrás ningún proyecto de estado y mucho menos, de sociedad: quienes hoy defienden tal medida opinaban lo contrario no hace mucho y volverán a manifestarse en contra tan pronto como les convenga forjar una alianza con quienes se oponen a ella. Si todo vale, nada importa, especialmente los principios. Cunde la sensación que cualquiera de ellos puede conculcarse (impunemente) si el fin lo justifica. Y qué fin tan pobre: tan solo el puro ejercicio del poder y la mera satisfacción de los apetitos más básicos… de eso ha ido también nuestra relación con Rusia (y la suya con nosotros).
* Antonio Benítez Burraco es Catedrático de Lingüística General
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