Tribuna
A una urna griega
«No puede ser que la única forma de practicar la democracia sea en introducir un papel en una urna»
Cada cuatro años se encamina uno al colegio electoral, coge una de las papeletas de la decena larga de montones que hay sobre una mesa y la introduce en una urna. Y eso es todo. Los 1.460 días restantes se los pasa creyendo que vive en lo que nuestros dirigentes llaman, con boba solemnidad, una democracia avanzada. Y si acaso lo duda uno en algún momento (y esta tribuna pretende justo eso), ahí están políticos, medios de comunicación e intelectuales para repetirle ese mantra y proporcionarle estadísticas maquilladas y argumentos falaces a modo de trampantojo. Y para quien siga instalado en la duda, está previsto el anatema, el ostracismo y finalmente, la muerte civil, que ahora se llama cancelación, como si el ciudadano que se cuestiona las cosas fuese una hipoteca que lastra la marcha de nuestra sociedad hacia el esplendoroso futuro que nuestro Gobierno tiene pensado para nosotros.
Es evidente que, si uno piensa en el pasado, festoneado de matanzas, hambrunas y epidemias, o en lugares del presente como Siria, Afganistán o Haití, en los que la existencia humana no vale nada, todavía debería estar agradecido por vivir donde lo hace y poder visitar su colegio electoral cada cuatrienio. Pero si uno reflexiona sobre lo que nuestro país podría ser de acabar con el actual despilfarro de recursos materiales y humanos, el desprecio de lo que fuimos, la falta de planificación de lo que queremos ser, y en general, la laxitud (cuando no la desidia o la inepcia) con la que se abordan los problemas que nos afectan y se tratan los asuntos públicos, no puede sino acabar concluyendo que la causa de todo lo anterior no es solo el actual gobierno de España y el modo de ser de los españoles (que también), sino las carencias del propio sistema. Porque incluso si el actual estado de cosas nos preocupase realmente y quisiéramos ayudar a enmendarlo, lo cierto es que no tenemos capacidad de decidir sobre nada.
Los impuestos que hemos de pagar, la distribución que se hará del dinero recaudado entre los diferentes territorios, en qué va a invertirlo cada una de las múltiples administraciones que compiten por gobernarnos, quiénes van a venir a trabajar a nuestras ciudades, qué va a hacerse de nuestro patrimonio cultural y ambiental, o hasta cuánto debemos gastar ahora en defendernos de esa invasión rusa que nunca se producirá (en lugar de emplearlo para protegernos de la más que probable agresión de algún vecino próximo)… nada de eso depende de nosotros y las decisiones al respecto nos llegan ya tomadas. Y si tales decisiones demostrasen ser racionales y beneficiosas para la mayoría, pensadas para mejorar realmente el país, uno podría aceptarlas aunque tuviesen este carácter unilateral. Pero es cada vez más evidente (y los implicados ya ni se molestan en disimularlo) que responden, en la práctica, a los intereses de grupos de presión o simplemente, al chalaneo parlamentario que necesita el Gobierno para tener esa mayoría con la que siempre legitima sus decisiones, por atrabiliarias y hasta reprobables que puedan resultar, desde la condonación de la deuda a quienes menos dispuestos se muestran a construir un país igual para todos, hasta la liberación de quienes intentaron arruinarlo con las armas en la mano.
Peor aún, la política se hace hoy tomando el pulso al votante en tiempo real: la época de los debates de ideas dejó paso a la de las encuestas y estas han sido sustituidas por la monitorización constante de nuestras opiniones, comportamientos y hasta deseos. En realidad, lo que se ha creado es un círculo vicioso: en lugar de lo mejor para todos, los políticos hacen lo que los ciudadanos les piden (o lo que creen que los ciudadanos quieren), pero estos piden (y quieren) lo que los políticos les hacen creer que es preciso pedir y querer. Sí, nos manipulan. Burdamente, además. Un botón de muestra: hace unos años se podía conseguir cita con el médico de cabecera prácticamente de un día para otro. Cuando empezó a ser difícil, nos avinimos a contratar un seguro privado, que nos daba lo que antes nos ofrecía la sanidad pública. Al poco, la espera se volvió igual de dilatada y hoy solo se consigue esa cita urgente abonando la consulta. En suma, que por lo que antes pagábamos una sola vez, ahora hemos transigido en pagar tres veces: con los impuestos financiamos una sanidad pública que no nos atiende; con el seguro, beneficiamos a una compañía privada que tampoco nos asiste y el dinero que entregamos en mano al médico es el que hace que al final nos examinen. ¡Claro que hay una explicación para ello! Muchas, en realidad: gestión ineficiente del dinero, corporativismo médico, mercantilización de la salud, aumento de la población debido a la inmigración incontrolada y un largo etcétera. Lo triste es que las causas podrían enmendarse. Pero falta voluntad política para hacerlo. Y una vez más, no solo porque la política responde a otros intereses, sino porque el sistema impide a los ciudadanos tomar las decisiones adecuadas cuando quienes deberían hacerlo por ellos abdican de sus responsabilidades.
De hecho, la paradoja de nuestra democracia es que vivimos tutelados por partidos políticos que no son democráticos.
La lista que depositamos en la urna, que contiene los nombres de quienes legislarán y en algunos casos, gobernarán¸ se confecciona del modo más antidemocrático imaginable: en general, a dedo y a veces, bajo la farsa de una votación que, como ilustran ejemplos recientes, puede amañarse fácilmente. Una vez elegidos, los políticos se pliegan a lo que dictan los dirigentes del partido, que a su vez tienen su propia agenda (con suerte, seguir gobernando; en el peor de los casos, lucrarse y enriquecer, de paso, a sus correligionarios). Y harán lo contrario de lo que prometieron hacer si así se les ordena desde arriba. Frente a esto, estamos desarmados. La mayoría de la gente vota a los partidos como siguen a sus equipos de fútbol: por un visceral sentimiento de identidad de grupo. Y da igual las incongruencias, incumplimientos, falsedades y hasta delitos que cometa el suyo: seguirán votándolo. Los medios alimentan este sentimiento identitario, porque la mayoría está al servicio de los partidos o de los grupos que los sustentan. Y quien denuncia, se encuentra con una justicia lenta y cada vez más politizada, precedido por el inevitable linchamiento mediático.
Ante un cuadro como el anterior es difícil no caer presa del desaliento: siente uno que se encuentra ante el mismísimo Leviatán. Sin duda, encontrar una solución no es fácil. No se trata de asaltar el Palacio de Invierno mesetario o diseñar un New Deal ibérico. Bastaría con dar algunos pasos que permitan una intervención más directa de los ciudadanos en el gobierno del Estado.
Pensemos en cuántas votaciones se suceden cada mes en el Congreso, el Senado y los parlamentos autonómicos. Se decide así todo tipo de cosas, desde las leyes que nos regirán, hasta cómo se empleará el dinero que todos pagamos. En todos los casos, nuestros representantes votan sobre si aceptar o rechazar cada propuesta. ¿Por qué no podrían ser directamente los ciudadanos los que se pronunciasen? Sí, convirtamos cada votación parlamentaria, al menos, en un referéndum. Olvidémonos de la logística que vemos desplegarse cada vez que votamos. Estamos en el siglo XXI. Hacemos todo electrónicamente: pedir esa cita con el médico que nunca conseguimos, transferir dinero a un amigo, pagar el recibo de la ITV, presentar la declaración de la renta, matricular a nuestros hijos en el colegio o comprar los billetes de avión para las vacaciones. No puede ser que la única manera de practicar la democracia consista en introducir un papel en una urna, de idéntico modo a como los griegos depositaban bolas blancas o negras en un recipiente de barro. Técnicamente, es perfectamente posible que los ciudadanos nos pronunciemos sobre cada una de las consultas que se hacen en los parlamentos. Cualquier razón que se aduzca en sentido contrario, desde la posibilidad del fraude, a la injerencia rusa, serviría igualmente para cuestionar que hagamos un bizum, enviemos transferencias bancarias o solicitemos la renovación del DNI. En el fondo solo se trata de miedo… a la verdadera democracia.