
Opinión
El verificador verificado
El autor, a propósito de los verificadores, recuerda que "la verdad existe al margen de cualquier opinión o sentimiento que pueda despertar en nosotros"

Ha causado un significativo revuelo el reciente anuncio por parte de Meta de que va a prescindir de los servicios externos de verificación de la información de los que venía sirviéndose para evitar la difusión de bulos a través de sus productos estrella, Facebook e Instagram. Alinearse con la política seguida desde hace tiempo por la red social X se ha interpretado como un intento de acercamiento al nuevo presidente norteamericano, conocido por su generalizada querencia por la desregulación.
Sea como fuere, son más los que han visto en este cambio un nuevo retroceso en la calidad de nuestras democracias, que podrían volverse aún más vulnerables a la manipulación por parte de agentes desestabilizadores, gobiernos hostiles o simplemente, grupos de interés de toda condición. No obstante, son muchos también los que han dado la bienvenida a este giro en la política de supervisión de los productos de Meta, al considerar que beneficia a la libertad de expresión y, en último término, al debate de las ideas. Porque cundía igualmente la sensación, confirmada, de hecho, por el propio Zuckerberg, de que las agencias de verificación usadas por Meta no eran ecuánimes en sus juicios acerca de los contenidos que evaluaban, por favorecer las llamadas visiones progresistas.
Sumemos a lo anterior los crecientes indicios de que muchos gobiernos democráticos intervienen de forma directa sobre los mecanismos que han garantizado tradicionalmente la calidad de la información recibida por la sociedad, como los medios de comunicación, muchos organismos oficiales o las universidades. Así, los medios se presentan no ya politizados (después de todo, siempre han tenido una línea editorial propia), sino sesgados (ahora da la sensación de que silencian las noticias que no coinciden con dicha línea editorial) y hasta adoctrinadores (buscan crear ciertos estados de opinión o defender intereses partidistas), con el añadido de que dependen para su funcionamiento de subvenciones gubernamentales o de la publicidad de las empresas, lo que puede menoscabar aún más su objetividad y su independencia. En cuanto a los organismos oficiales, sus responsables son nombrados cada vez con más frecuencia por el gobierno de turno, cuando no son, directamente, miembros de los partidos que lo sustentan (un ejemplo: el Centro de Investigaciones Sociológicas).
Y en cuanto a la Universidad, una parte de sus componentes defiende sin disimulo sus ideas políticas desde la cátedra, mientras que la actividad de la institución, especialmente la investigadora, depende fundamentalmente de los fondos proporcionados por la administración, y dicha asignación sigue cada vez más criterios que no son académicos, sino marcadamente ideológicos (un caso ilustrativo: los estudios de género).
Todo lo anterior ha acabado conduciendo a una falta de consenso (y poco a poco, a un escepticismo cada vez mayor) acerca de la veracidad, y hasta la propia naturaleza, de los datos usados en la discusión de asuntos básicos para el bienestar y el adecuado devenir de nuestras sociedades, cuya buena gestión debe constituir el núcleo de las políticas de gobernanza, y sobre las que los ciudadanos han de pronunciarse (votando, por ejemplo). Baste pensar en la regulación de la inmigración, la organización territorial del estado, las políticas educativas o medioambientales, el gasto social, o los deberes y derechos básicos que corresponden a los ciudadanos. En último término, una sociedad que no se pone de acuerdo en nada es una sociedad inviable.
Y lo peor de todo es que esta situación está desembocando en un relativismo rampante, según el cual no existe ninguna verdad absoluta, por lo que el contrario siempre estará equivocado. El primer paso para revertir este estado de cosas es estar adecuadamente informados, lo que a su vez demanda que la información que recibamos sea veraz. Por todo ello, la constatación de que son falaces y sesgados quienes tienen como misión velar por la veracidad y la objetividad de dicha información (gobiernos, medios de comunicación, intelectuales, agencias de verificación de datos) ha acabado arruinando la confianza que la sociedad había depositado en estos agentes, hasta el punto de que parece imprescindible que alguien verifique a los verificadores.
La idea que defienden X o Meta ahora es que la mejor agencia de verificación son los propios usuarios, por la sencilla razón de que cuantas más personas se pronuncien sobre la verdad o falsedad de algo, más significativa (por serlo también desde el punto de vista estadístico) será la conclusión a la que se llegue. Ahora bien, ¿y si la opinión pública está desinformada o manipulada? Entonces el consenso al que se llegará estará igual de viciado. Por otro lado, la verdad no es necesariamente democrática.
En realidad, cualquier cambio de opinión entraña que una idea en origen minoritaria se vuelva mayoritaria ante la evidencia de su certeza. Durante siglos, la gente creyó que el Sol giraba alrededor de la Tierra o que microbios o gusanos surgían por generación espontánea. Llevó tiempo que se aceptaran las ideas de Copérnico y fueron necesarios muchos experimentos (por parte de Redi, Spallanzani o Pasteur, entre otros) para entender que la vida siempre surge de la vida.
Por todo ello, resulta impensable renunciar a los expertos. De hecho, son quienes fabrican el conocimiento y, por consiguiente, quienes saben mejor que nadie qué es cierto y qué no. Los expertos son aún más importantes en estos tiempos en los que el saber aumenta exponencialmente y a la par, se atomiza en especialidades cada vez más numerosas y esotéricas. Pero precisamos que sean genuinamente independientes, como esperamos que lo sean la judicatura o las fuerzas armadas. No pueden ser nombrados directamente por los gobiernos (recordemos lo sucedido durante la pandemia del Covid19). Su trabajo no puede depender de unos presupuestos partidistas o ideologizados y no puede estar supeditado a las políticas cortoplacistas que dictan los ciclos electorales. Es más, los expertos deben poder influir en dichas políticas. Al mismo tiempo, necesitamos también una sociedad más y mejor educada. Solo así funcionará la verificación comunitaria. Tal educación supone, sin duda, cierto conocimiento sobre la realidad de las cosas. Nadie que haya cursado la ESO dará pábulo a un modelo geocéntrico.
Pero entraña, sobre todo, comprender y saber usar las herramientas que permiten discernir lo verdadero de lo falso. Así, aunque es muy posible que nadie que haya estudiado únicamente la ESO haya oído hablar de cómo funciona una vacuna a nivel molecular, sí debería ser capaz de interpretar un estudio estadístico que demuestre que los vacunados sufren menos una enfermedad que los no vacunados. Precisamos, por eso, de una buena política educativa, que es, ante todo, la que deja a las ideologías fuera de la escuela y no muda con cada cambio de gobierno. Pero hace falta algo más, habida cuenta de que hemos llegado a un punto en el que el problema no es ya distinguir lo falso de lo verdadero (que también), sino que nos empieza a no importar la verdad una vez que la conocemos. Se prueba, por ejemplo, tras meses de pesquisas periodísticas o policiales, que un cargo público ha usado su posición para beneficiar a un familiar o perjudicar a un adversario político, y quienes lo votan se niegan a pedirle responsabilidades y cargan, en cambio, contra los que han desvelado la malversación o la prevaricación.
O se demuestra, tras décadas de investigación, que se está produciendo un alarmante aumento de la temperatura del planeta que va a alterar radicalmente la actual climatología, y mucha gente opta por ignorar la evidencia, simplemente porque es el otro bando el que ha hecho bandera del asunto (claro que por puro cálculo electoral, en la mayoría de los casos). Poner solución a esto es aún más complicado, aunque puede conseguirse también a través de la educación, si bien mediante una educación de otro tipo: en valores y actitudes. Tenemos que (re)aprender a aceptar no solo que otros puedan tener razón, sino que la verdad existe al margen de cualquier opinión o sentimiento que pueda despertar en nosotros; y que esa verdad ha de ser nuestra guía primera en la búsqueda del bien común, incluso si nos vemos obligados a sacrificar nuestros intereses particulares. Y es que la integridad moral será siempre el más eficaz y ecuánime de los verificadores.
Antonio Benítez Burraco es Catedrático de Lingüística General
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