Religion

La contribución de la Iglesia al éxito democrático. Una realidad discutida

La contribución de la Iglesia al éxito democrático. Una realidad discutida
La contribución de la Iglesia al éxito democrático. Una realidad discutidalarazon

Lejos de ser una realidad indiscutida, si hacemos caso a los datos proporcionados por el sociólogo José Ignacio Wert el 30 de septiembre de 2007, donde la Iglesia merecía la calificación de “suspenso” en su contribución al éxito de nuestro proceso de transición democrática, sí que estamos sin embargo en condiciones de afirmar el hecho indiscutible de que la Iglesia constituye una institución incorporada perfectamente en el sistema democrático español, así como su contribución al éxito de nuestro proceso de transición democrática.

Sin ninguna postura rupturista, pero no sin resistencias por parte del núcleo conservador del episcopado, la Iglesia apostó por la transición hacia la democracia, cuya génesis se encontraba en el Concilio Vaticano II, donde el catolicismo, de la mano de Pablo VI, había realizado un “aggiornamento” que exigía la independencia con respecto al poder político y un compromiso con derechos y libertades fundamentales que en ese momento no existían en España. La renovación de la Conferencia Episcopal en 1972, bajo la presidencia del cardenal castellonense Vicente Enrique y Tarancón, dará lugar a una nueva relación Iglesia-Estado basada en la mutua renuncia de privilegios, el “consenso” y la separación amistosa.

El 26 de noviembre de 1977 la Iglesia publicará el documento Los valores morales y religiosos ante la Constitución, limitándose a afirmar los valores tradicionalmente defendidos por la Iglesia, como eran los derechos humanos, la protección de la familia, la defensa de la moralidad pública y la libertad religiosa. El texto episcopal evidenciaría la nueva realidad Iglesia-Estado en la futura Constitución, señalando que no se podía ir más allá de la aconfesionalidad, recordando la profunda tradición católica de los españoles.

En la apertura del reciente “Congreso Iglesia y Democracia” organizado por la Fundación Pablo VI, en el marco de los 40 años de Constitución, se pusieron de manifiesto dos posturas antagónicas, una de ellas integradora, la del incombustible cardenal Fernando Sebastián, la otra excluyente, la de una estirada con lifting facial María Teresa Fernández de la Vega.

Fernández de la Vega inauguró el Congreso con la pretensión de sepultar en el valle del silencio el discurso del enemigo. Enseñaba Ortega que todo gesto vital, o es un gesto de dominio o un gesto de servidumbre.Tertium non datur. El rictus de quien fuera vicepresidenta primera del Gobierno de España delataba, lejos de cualquier expresión facial imposible, una beligerante actitud laicista, su declarada posición de un insalubre laicismo político. Mientras se mantuvo en el gobierno, a pesar de manejar con acierto la realpolitik, viajando a Roma con motivo de la imposición del capelo cardenalicio a tres nuevos cardenales españoles, nunca hubo diálogo con la Iglesia española, persistiendo un estado de guerra latente entre el Gobierno y la Iglesia, rechazando positivamente cualquier tutela moral de la Iglesia en la política.

En el acto de inauguración, De la Vega no renunció a sus propios errores. La exhortación recurrente de que “es al Estado al que corresponde legislar” en un Estado democrático, “una exigencia política irrenunciable y un requisito para la convivencia en libertad”, no hace justicia a la verdad actual de una sociedad como la nuestra, en la que la independencia entre el Estado y la Iglesia está unánimemente reconocida y firmemente institucionalizada, y constituye un patrimonio cultural de creyentes y no creyentes. Está fuera de lugar y poco tiene que ver con la realidad de la sociedad española utilizar la dialéctica de una gradual conquista en la secular lucha del Estado por emanciparse de la tutela de la Iglesia y poner coto a la tradicional ambición eclesiástica de entrometerse en las cuestiones políticas.

Otro de los errores manifestado en su ponencia es pensar que la comunidad política no necesita de la religión, una dependencia mantenida por Spinoza. Las religiones son las mejores garantes de una correcta orientación de la acción política. Ellas se dirigen a la intimidad del hombre y velan por su desarrollo integral. La democracia también puede tener a la religión por aliada, en cuanto que complementa y sostiene su labor. La religión forma parte de la rica diversidad de la sociedad civil y refuerza su autonomía frente al poder, suministra a la sociedad aquello sobre lo que la organización política no es competente.

Una ulterior confusión le llevaría a preconizar que “la libertad religiosa pertenece al ámbito privado”, cuando en realidad dicha libertad es poseedora no sólo de una dimensión individual, sino también social y pública. El Estado democrático, además de garantizar, debe proteger y promover que los ciudadanos vivan conforme a sus convicciones. Para Fernández de la Vega, en el ámbito de la libertad religiosa, tolerancia se identificará con secularización y con laicismo, produciéndose un forzoso alejamiento de lo público de los elementos que puedan relacionarse con lo confesional y religioso. ¿No se convierte así el laicismo en una obligada confesión civil? La pretensión de Comte, que “los siervos de la humanidad” expulsen “a los siervos de Dios”, “arrancándolos de raíz de cualquier control sobre los asuntos públicos, en cuanto que son incapaces de ocuparse verdaderamente de tales asuntos o de comprenderlos con propiedad”, es injusta. Benedicto XVI dirá que no se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión.

Aunque en la memoria selectiva de los españoles no exista suficiente reconocimiento, permaneciendo como una realidad discutida, la Iglesia española estuvo al frente del proceso democratizador, convirtiéndose en el más claro apoyo al nuevo Jefe del Estado, el 27 de noviembre de 1975. Desde el principio, jugó un papel determinante en la construcción y consolidación de la democracia en nuestro país, actuó como instrumento de reconciliación y de concordia, facilitando el tránsito de un sistema autoritario a otro democrático, sentando así las bases de la convivencia actual.