Historia

Once días de fuego y campanas arrancadas: la invasión que casi dobla esta ciudad española

El ataque se inscribió en la Guerra de los Ochenta Años, cuando los Países Bajos buscaban romper el cerco de la Corona española

Las Palmas de Gran Canaria
Once días de fuego y campanas arrancadas: la invasión que casi dobla esta ciudad españolaIstock

A veces la historia se agazapa en las esquinas que creemos normales. Bajo el rumor del puerto y la vida en la capital, pervive la memoria de once jornadas que alteraron su destino. En el verano de 1599, una poderosa flota neerlandesa al mando del almirante Pieter van der Does irrumpió frente a la costa norte de Gran Canaria con más de setenta naves y miles de hombres. El desembarco por la zona de Santa Catalina abrió paso a un asalto que vació iglesias, arrancó campanas, dispersó archivos y prendió fuego a edificios civiles y religiosos. Fue breve a escala universal, pero devastador para la ciudad.

El ataque se inscribía en la Guerra de los Ochenta Años (1568–1648), cuando los Países Bajos buscaban romper el cerco de la Corona española en el Atlántico. Canarias, escala natural hacia América y nudo de comunicaciones, era una pieza codiciada, quien controlara el archipiélago podía asfixiar rutas, desviar cargas y arañar un botín capaz de reactivar campañas militares. Van der Does presentó su ofensiva como represalia por los abusos en Flandes, pero el cálculo era inequívoco, que era golpear el corredor atlántico y exhibir músculo naval.

La población local carecía de una defensa profesional capaz de contener, de inmediato, la avalancha. La ciudad, sorprendida por la maniobra, se replegó hacia el interior. Desde Santa Brígida, convertida de facto en centro de coordinación, vecinos y milicias improvisadas reorganizaron la resistencia. El relieve volcánico, el conocimiento del terreno y una táctica de desgaste inclinaron lentamente la balanza. En Tafira y otras medianías, los ataques de hostigamiento frenaron el avance enemigo y forzaron a los holandeses a combatir en un escenario que ya no dominaban.

El pulso duró once días. Para entonces, Las Palmas de Gran Canaria acumulaba heridas visibles y pérdidas que tardarían años en repararse. El 8 de julio, con Van der Does herido y numerosas bajas, la flota inició la retirada. Quedó una ciudad maltrecha pero no vencida, que volcó sus recursos en evitar otra sorpresa. Se reforzaron murallas y artillería costera, se revisaron turnos de guardia y se consolidó un sistema defensivo cuyo rastro aún se reconoce en el paisaje urbano. El Castillo de La Luz, centinela del puerto, y el Castillo de Mata (hoy museo) se convirtieron en símbolos de esa voluntad de permanencia.

El episodio no alteró el desenlace de la guerra en Europa, pero sí fijó el lugar de Canarias en la cartografía estratégica, como bisagra entre continentes, resguardo de flotas y escala imprescindible. También dejó una huella cívica. En Santa Brígida arraigó un lema que la tradición popular asoció a aquella victoria defensiva: “Por España y por la fe, vencimos al holandés”, síntesis de una experiencia colectiva que se transmitió de generación en generación y que cada junio, cuando la ciudad celebra sus fiestas fundacionales, vuelve a resonar con cierta actualidad.

Mirar hoy a la capital canaria con ese telón de fondo añade capas a su vida cotidiana. Calles que se llenan de familias como Santa Catalina o barrios de medianías como Tafira no solo ordenan el tráfico o la memoria doméstica, sino que son escenarios de una campaña que puso a prueba a la capital y definió su relación con el mar. La recuperación posterior no fue solo material, también fue un aprendizaje institucional y social que cimentó la seguridad del puerto y la proyección de la ciudad. En el rumor de los cruceros y la actividad portuaria late, todavía, la decisión de 1599: resistir, reconstruir y no ser sorprendidos otra vez.