Coronavirus
Un Sant Jordi con mascarilla
Paseo por el centro de Barcelona, completamente desierto, donde asoman dibujos de dragones en los balcones y las rosas siguen siendo el bien más preciado
No descubro nada nuevo si digo que salir a la calle se ha convertido en toda una odisea: lavado de manos, ropa de ir a comprar al supermercado guardada en un cajón, llaves, teléfono y carné de prensa en el bolsillo, otro lavado de manos, guantes (de látex no, que tengo alergia), mascarilla cogida por las gomas y ya son las doce del mediodía. La nueva normalidad agota.
Salgo de casa para dar una vuelta por el barrio sin tocar a nadie, sin hablar con nadie, sin entrar en ningún comercio. Sólo pasear, mirar y retener en la memoria. “Un Sant Jordi diferente”, escucho de una vecina que trata de mantener el optimismo. El propósito es hacer una crónica de la jornada que no invite a tirarse por el balcón, una tarea nada fácil teniendo en cuenta que las calles se sustituyen por pantallas y las rosas son ahora de papel. ¡Malditas videollamadas, maldito Zoom y maldito Whatsapp! (con perdón).
Vivo a diez minutos andando del paseo de Gràcia, uno de los epicentros de Sant Jordi en años corrientes, donde los escritores se acostumbran a amontonar para firmar libros y libros siguiendo una agenda maratoniana, digna de estrellas del rock. Si hace sol, los titulares dicen que “el día luce esplendoroso”; si llueve, que “Sant Jordi resiste al temporal”, todo es tradición el 23 de abril.
Todo menos el coronavirus, que este año deja una estampa insólita en el centro de Barcelona. Faltan los grandes ausentes, los libreros, que se las ingenian para tratar de mantener a flote un día que acostumbra a suponer un buen pellizco de su facturación anual. Internet ayuda, no salva.
En Diagonal esquina paseo de Gràcia aún hay cierta animación: una chica pasea con su rosa y su mascarilla , unos obreros reparan el pavimento -la famosa loseta gris de cemento hidráulico y conocida como “panot” (que dibuja una rosa, para más inri)- y otros hacen tareas de mantenimiento en un conocido hotel que abrirá, cuando sea, unos apartamentos de lujo en la una de las equinas más preciadas de la ciudad. Nada más.
Por Gran de Gràcia, Córcega o Torrent de l’olla, tres de las calles adyacentes, apenas hay gente y la que pasea lo hace a toda prisa. Las plazas del barrio siguen desiertas y solo una mujer disfruta de un Magnum con almendras sentada en un banco dejando claro que ese es su particular homenaje del día. “El Sant Jordi más raro, más atípico”, que repiten algunos por la tele, la radio y los diarios para evitar poner nombre a lo que es: un Sant Jordi encerrados por culpa de un virus que no hemos sabido prever a tiempo.
Pese al confinamiento, eso sí, las panaderías siguen haciendo el pan de Sant Jordi -una receta a base de queso y sobrasada que hace que las rebanadas tengan las cuatro barras de la “senyera”- anunciado con ímpetu en los escaparates. Nunca había visto tanta gente interesada.
Las rosas siguen siendo el bien más preciado: levanta un poco la persiana de una floristería y enseguida se agolparan una decena de personas -respetando la distancia de seguridad (el coronavirus nos ha vuelto obedientes, si alguna vez no lo fuimos)- reclamando su rosa al vendedor o vendedora. “No tengo, sólo por encargo”, avisa uno. “Aquí no quedan, quizás en el estanco...”, señala la de más allá. “No puedo vender, únicamente preparo el pedido”, se defiende un tercero. Yo (aún) no he conseguido la mía. En algunos mercados y supermercados reparten con la compra, me lo apunto.
Los balcones lucen dibujos de castillos, dragones y rosas de papel, una nueva tradición que este año asoma a la calle, “brotes verdes” de un día que acostumbraba a terminar con unas copas (de más) en alguna de las fiestas de la jornada. Por lo menos mañana no habrá ni atisbo de resaca.
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