Opinión
La vieja escuela
El 17 de mayo de 2157, Margie, una niña de once años, anota con asombro en su diario que su amigo Tom ha encontrado “un libro de verdad”. Así comienza un relato de ciencia ficción de Isaac Asimov, publicado en 1951.
El “libro de verdad”, que les llama la atención porque las palabras se quedan quietas cada una en su página en vez de desplazarse por la pantalla, como ocurre en los telelibros que ellos utilizan, trata sobre la escuela de “los viejos tiempos”. Margie descubre así lo distinta que era esa escuela de la suya. Ella tiene en una habitación de su casa un maestro automático provisto de una gran pantalla donde aparecen las lecciones. En una ranura destinada al efecto inserta los deberes y las pruebas escritas, y el maestro, programado específicamente para su edad y sus conocimientos, calcula las calificaciones en un santiamén.
En la escuela de “cuando el abuelo del abuelo era un niño”, en cambio, el maestro era una persona y los niños iban a un edificio especial donde todos aprendían lo mismo. Que una persona pueda saber tanto como su robot le resulta casi inconcebible, pero lo que más le admira y no se puede quitar de la cabeza es lo que dice el libro sobre la escuela: “Asistían todos los niños del vecindario, se reían y jugaban en el patio, se sentaban juntos en el aula, regresaban a su casa juntos al final del día.” Margie odia la suya, pero está convencida de que los niños debían de adorar la antigua, tan divertida.
Algo de esa escuela de 2157 se empezó a atisbar la primavera pasada con el confinamiento, pero a lo mejor la experiencia sirve –algo bueno tenía que traer también la pandemia– para que los niños (y maestros) que la están viviendo queden así vacunados contra ella y añoren, como Margie, la vieja escuela de siempre.
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