Opinión
Cartas
Llegan estos días al buzón cartas de propaganda electoral, pero no son esas –perfectamente prescindibles y que van directas a la papelera– las que a uno le gustaría recibir, sino aquellas, familiares y escritas a mano, que en otro tiempo con tanta impaciencia se esperaban.
Aquellas que se guardaban y se releían luego al contestarlas, porque no eran efímeras y la carta –cartearse, se decía– era como mantener una conversación privada.
El cuidado y la atención con que se escribían, y las normas y el orden que había que respetar: las fórmulas de encabezamiento y saludo (Queridos padres…: con los dos puntos que exigían tras ellos mayúscula inicial), el cuerpo de la carta (En primer lugar les diré…) y la despedida (Y sin más que decir se despide este que mucho les quiere y que lo es…).
Y la importancia de la letra, que se identificaba con la personalidad del que escribía, y hasta, en muchos casos, le retrataba o le delataba (la carta escrita a máquina, empleada para el correo comercial, se consideraba impropia totalmente para la correspondencia personal o familiar).
El cuidado y la atención se extremaban en el sobre: primero el destinatario, cuyas señas se escribían con letra especialmente pulcra y esmerada, en la parte posterior el remitente (no se te olvide poner el remite, nos advertían) y a continuación el acto de humedecer el engomado.
El poeta Pedro Salinas se preguntaba en 1948, en su libro “El defensor”: “¿Porque ustedes son capaces de imaginarse un mundo sin cartas? ¿Un universo en el que todo se dijera a secas, en fórmulas abreviadas, de prisa y corriendo, sin arte y sin gracia?”
Y hoy tendríamos que responder que sí, y que así es como se escribe ahora, y que las cartas –y hasta los sobres y los sellos y los buzones de correos– son ya reliquias de otros tiempos.
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