Opinión

Cartas

Un cartero recoge cartas de un buzón en las calles de Barcelona
Un cartero recoge cartas de un buzón en las calles de BarcelonalarazonShooting

Llegan estos días al buzón cartas de propaganda electoral, pero no son esas –perfectamente prescindibles y que van directas a la papelera– las que a uno le gustaría recibir, sino aquellas, familiares y escritas a mano, que en otro tiempo con tanta impaciencia se esperaban.

Aquellas que se guardaban y se releían luego al contestarlas, porque no eran efímeras y la carta –cartearse, se decía– era como mantener una conversación privada.

El cuidado y la atención con que se escribían, y las normas y el orden que había que respetar: las fórmulas de encabezamiento y saludo (Queridos padres…: con los dos puntos que exigían tras ellos mayúscula inicial), el cuerpo de la carta (En primer lugar les diré…) y la despedida (Y sin más que decir se despide este que mucho les quiere y que lo es…).

Y la importancia de la letra, que se identificaba con la personalidad del que escribía, y hasta, en muchos casos, le retrataba o le delataba (la carta escrita a máquina, empleada para el correo comercial, se consideraba impropia totalmente para la correspondencia personal o familiar).

El cuidado y la atención se extremaban en el sobre: primero el destinatario, cuyas señas se escribían con letra especialmente pulcra y esmerada, en la parte posterior el remitente (no se te olvide poner el remite, nos advertían) y a continuación el acto de humedecer el engomado.

El poeta Pedro Salinas se preguntaba en 1948, en su libro “El defensor”: “¿Porque ustedes son capaces de imaginarse un mundo sin cartas? ¿Un universo en el que todo se dijera a secas, en fórmulas abreviadas, de prisa y corriendo, sin arte y sin gracia?”

Y hoy tendríamos que responder que sí, y que así es como se escribe ahora, y que las cartas –y hasta los sobres y los sellos y los buzones de correos– son ya reliquias de otros tiempos.