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La poesía

Una de las habitaciones de la casa Vicente Aleixandre, en Madrid
Una de las habitaciones de la casa Vicente Aleixandre, en MadridEduardo ParraEuropa Press

Se celebró ayer el Día Mundial de la Poesía, y bien está que así se festeje todos los años el 21 de marzo, porque, si la cultura es el pariente pobre en esta época nuestra, la poesía, como el arpa de la famosa rima de Bécquer, duerme, “del salón en el ángulo oscuro”, el sueño del olvido.

La poesía, que, con rima o sin rima, en verso o en prosa, leída en silencio o recitada en voz alta, siempre tiene algo que decir a quien se acerca a ella.

Los grandes clásicos se sirvieron del verso para cantar en memorables epopeyas las hazañas de los héroes, pero ya desde la antigüedad la poesía –la poesía lírica, así llamada porque se cantaba acompañada de la lira– se asoció para siempre a la expresión de los sentimientos.

Recitar poesías, cantar canciones y contar cuentos fueron los entretenimientos de un tiempo no tan lejano como parece. Y el arte de componer versos fue un arte popular hasta que, con la llegada de las bagatelas vanguardistas –y muy en particular del surrealismo, esa plaga– a principios del siglo XX, la poesía se divorció del gran público y lo que había sido un paraíso abierto para muchos se convirtió en un jardín cerrado para casi todos.

Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía, dijo también Bécquer, y con razón, porque el amor, el paso del tiempo (“Se canta lo que se pierde”, anotó Antonio Machado), la muerte, la naturaleza y los misterios de la vida, que son los grandes temas poéticos, no desaparecerán nunca.

Quizá por eso en este tiempo oscuro que se nos ha venido encima, cuando la vida y el mundo parece que se tambalean, son muchos los lectores, y así lo atestiguan los indicadores editoriales y de librerías, que acuden a la poesía en busca de algo de luz y consuelo con que sobrellevar tanta incertidumbre.