Historias de agosto
En el supermercado
La cajera del supermercado estaba hoy particularmente preparada y elocuente.
–¿Usted cree que tenemos un alma? –me espetó así a bocajarro, levantando lo justo un instante los ojos de su quehacer, sin dejar de pasar las cajas de leche por ese cristal oscuro donde acecha el ojo encargado de emitir un parpadeo luminoso cada vez que lee un código de barras.
–Pues no sé...
–¿No me dirá que no ha pensado nunca usted en si tenemos alma o no la tenemos? – acometió con ademán de triunfo.
Miré a dos señoras que se acercaban peligrosamente a la caja.
–Sí, alguna vez –concedí, bajando la voz con el limpio ánimo de que la controversia quedara entre la cajera y un servidor.
–¿Y qué? ¿Existe o no existe? –porfió ella, los brazos en jarra y esparciendo la mirada en derredor como hacían los profetas cuando predicaban la buena nueva por las encrucijadas de los caminos.
–Yo creo...
–Existe, se lo digo yo –sentenció desde su púlpito, al que ya miraban con curiosidad la media docena de parroquianas que engrosaban la cola.
Me puse a meter las cosas en la bolsa, por rebajar el tono y que no aumentara por lo menos el número de partícipes.
–Y dígame otra cosa –insistió–, ¿dónde cree usted que la llevamos, el alma, quiero decir?
Se veía que la pregunta la había envalentonado, y hasta el punto de que cayó en la deferencia de ayudarme a distribuir el género por las bolsas –los huevos con lo más liviano, los tomates encima de las manzanas, las cajas de la leche llevando en la cabeza a los yogures– mientras yo atinaba con la respuesta.
–Bueno, dicen que aquí dentro –articulé en un susurro.
–Sí, pero ¿dónde exactamente?
Noté enseguida que era precisamente ese el punto donde quería llegar, pues paseó de nuevo los ojos por la concurrencia y proclamó con solemnidad mientras introducía la tarjeta en la ranura de la máquina:
–En el cerebro, está en el cerebro.
Me devolvió la tarjeta como el que da una limosna a un pobre.
–Piénselo y verá que tengo razón –se despidió con una sonrisa llena de misericordia.
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