Opinión

Farsantes

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Descubro un columnista –no busquen demasiado lejos, todo lo contrario– que me fascina cómo escribe. Su gramática y su sintaxis son impecables. Con el ánimo de felicitarle y mostrarle mi admiración, me ocupo de averiguar su dirección de correo y, cuando la consigo, le escribo. Me responde enseguida, muy cortés y agradecido y, en su email, veo su nombre completo. Chafardeo en internet y el misterio se desenmascara: el susodicho resulta ser catedrático de Lengua y Literatura, autor de no sé cuántos libros destinados a la enseñanza de dichas materias y ganador de varios premios literarios. Como para escribir mal, vamos.

Escribir bien es muy difícil. Yo, antes de enviar cualquier escrito para su publicación, antes de atreverme a hacerlo, tengo que leerlo y releerlo muchas veces para asegurarme de haber colocado bien los signos de puntuación, de haber aplicado de forma correcta las concordancias de género y número o usado las mayúsculas adecuadamente. También intento cuidar la retórica. Seguro que no siempre lo consigo, por mucho empeño que ponga, pues soy bien consciente de mis carencias y limitaciones.

Conozco a diversos autores y me he cruzado escritos con más de uno. No es raro encontrarte con que algunos, más allá de ignorar la gramática más elemental, cometen hasta faltas de ortografía, sobre todo –que no sólo (tildo a conciencia)–, en materia de acentuación. Sus libros habrán pasado, como todos, por el corrector de estilo de la editorial, auténtica lavadora de la ropa sucia, que devuelve los manuscritos listos para la imprenta. A quienes no somos escritores, sino meros autores, el oficio del corrector nos resulta de gran ayuda.

Lo malo es cuando uno va de lo que no es; cuando la publicación de su obra o de sus artículos torpedea su humildad y la deja en la U.C.I., al tiempo que su vanidad crece y crece sin parar, generalmente, disimulada bajo el manto de una autoproclamada modestia más falsa que un duro de seis pesetas. Porque quien cocea a la ortografía y desconoce la gramática no puede ser escritor –si me apuran, ni articulista– sino, como mucho, mero autor de bodrios textuales. Pero como la vergüenza no se estila, pues adelante.

Y esto ocurre en muchos otros campos: conferenciantes que «venden» unos valores que pisotean tan pronto finalizan su actuación; políticos de principios cambiantes; personajillos a quienes sólo mueve el interés… Farsantes, en una palabra. Estamos rodeados de ellos. Personas con ínfulas desmedidas, empecinadas en mostrarse ante el mundo como saben perfectamente que no son.

Suerte de los otros, de esos tantos catedráticos de Lengua y Literatura semianónimos que, aun huyendo de la estridencia, acaban provocando admiración.