Opinión

Final de curso

Un profesor en una clase vacía
Un profesor en una clase vacíaPacoSantamariaAgencia EFE

Pervivirán siempre en la memoria estos días como los más felices, cuando sin ninguna pena decíamos adiós a los libros y a la escuela porque teníamos por delante unas vacaciones que no iban a terminar nunca: septiembre estaba lejísimos y los largos meses del verano eran un tiempo azul que se presentaba lleno de ilusiones y promesas.

Antes, sin embargo, había que sortear el escollo de las notas, el temido nubarrón que podía ensombrecer aquellos horizontes de felicidad. Del boletín de las notas (que era el punto final y en cuanto nos lo daban salíamos arreando para casa, entonces no había fiestas de graduación ni viajes de fin de curso) dependía que el paréntesis estival se abriera sin claroscuros a un panorama del todo despejado y luminoso. Que le quedara a uno alguna asignatura para septiembre entrañaba una cierta carga de pesadumbre y traía consigo la ingrata perspectiva de las horas de repaso hurtadas al juego y los amigos.

Eran los tiempos en que aún había suspensos, y notas que premiaban el esfuerzo o certificaban el desinterés. Es decir, que no todos los alumnos aprobaban el curso en junio, y los que, por falta de aplicación o de conocimientos o de mala suerte, tenían que volver a examinarse en septiembre (un trámite hoy desaparecido) no tenían más remedio que afrontar el verano con la obligación de reparar el contratiempo. O el fracaso, si se quiere, el pequeño fracaso de que alguien les dijera que no, que no habían hecho bien las cosas y tenían que mejorar. Y era esa una buena manera de aprender, tanto por parte de los buenos como de los no tan buenos estudiantes, que la vida pone obstáculos, y que para superarlos hay que esforzarse, y que si se fracasa no pasa nada porque siempre habrá una segunda oportunidad, y que con perseverancia y trabajo se vencen las dificultades y consigue uno lo que se ha propuesto.

Tan distintos aquellos tiempos a los de ahora, gobernados, en la enseñanza, pero también fuera de ella, por la cultura de la no exigencia. No se puede discriminar a nadie por culpa de unas simples notas, cómo se va a señalar a los que no alcanzan las competencias o los objetivos programados (los motivos por los que eso ocurre, incluida la holgazanería a tiempo completo, no importan demasiado), quedarían marcados para toda la vida, como sucedía en el oscuro pasado: entre los que tienen ahora más de cincuenta años los hay a miles que aún arrastran esa carga insoportable, un trauma que ni el paso de los años ha logrado extinguir. Ironías aparte, con la monserga pedagógica del igualitarismo no se hace bien a nadie, pues a los que se les aprueba sin merecerlo se les engaña y a los que se les aprueba porque lo han merecido se les desengaña: de qué sirve el esfuerzo, se preguntan estos últimos, si el resultado es igual para todos, y esa es la conclusión a la que llegan también los que optan por el camino fácil.