Opinión

Aquellos progres, esta izquierda

 Esta fotografía recoge bien la mirada airada y segura del poeta
Esta fotografía recoge bien la mirada airada y segura del poetalarazonLa Razón

En nuestro país, los progres vivieron su época dorada en las postrimerías del franquismo y los primeros años de la Transición. Exteriormente se les reconocía de inmediato por la americana de pana, el pelo largo, las gafas –redondas entre los más estetas– y el gesto reconcentrado de quien ha venido a este mundo a pensar. Porque esa era la misión que se habían impuesto: pensar el modo de transformar el mundo y cambiar la vida. Lo primero lo aprendieron leyendo a Marx, su referencia y patrón, y lo segundo lo tomaron del poeta Rimbaud, que tuvo la valentía de ponerlo en práctica muy joven, cuando, a los veinte años, dejó de escribir, renunció al éxito literario y social y abandonó Europa. En esa estela, practicaron, sí, con ahínco la rebeldía, pero no lograron ni lo uno ni lo otro, de modo que tuvieron que conformarse con denigrar algunos comportamientos y valores pequeñoburgueses, el matrimonio, por ejemplo, o la educación religiosa recibida.

Se les distinguía igualmente, aunque no fuera a primera vista, por sus inquietudes intelectuales, su afición a los cantautores y la canción protesta, su devoción por el cine comprometido y la literatura de denuncia social o sus simpatías en general por la causa de la libertad, el pacifismo (“Haz el amor, no la guerra”), el pensamiento marxista y los eslóganes utópicos de mayo del 68. Porque, naturalmente, eran de izquierdas, y antimperialistas, y anticapitalistas. Y exhibían asimismo pancartas y teorías con sus reivindicaciones de clase, no de la suya, la clase media o media alta de la que casi todos provenían, y de la que públicamente renegaban, sino de la obrera, con la que angelicalmente congeniaban.

Ser progre era, en fin, una forma de ser y de pensar, pero también un estilo de vida, y esto último era lo que les envidiábamos los que debíamos procurarnos la existencia por nuestros propios medios y no teníamos todo el tiempo del mundo para estudiar, leer, debatir, ir al cine, correr por la calle delante de los grises, pasar las tardes en el bar de la facultad y, en vacaciones, viajar y conocer gente.

De aquellos progres de antaño (que muy poco o nada se parecen a los que, con mando en plaza y abrevadero en los despachos del poder, así se autoproclaman), de sus sueños e ideales, es en parte heredera la izquierda de ahora. La izquierda que, convencida de estar en posesión de la verdad, mira con el mayor desdén a quienes no la secundan y vive en su burbuja retroalimentándose de ideas y actuaciones que solo interesan a unos pocos. La izquierda que parece más preocupada por abanderar los grandes mantras de nuestro tiempo (el tedioso progresismo, la multiculturalidad, las cuestiones identitarias) y los derechos de algunas minorías que por dar respuesta a los problemas reales de la gente común. La izquierda que en la educación defiende valores y modelos que desdeñan los que las familias y el sentir general siguen considerando fundamentales, como la cultura del esfuerzo.